Las paredes blancas soportan un par de cuadros de animales, un tigre, una grulla, en otra hay una foto del templo Shaolin y la de un monje de pelo y larga barba gris sosteniendo una ballesta. A un costado, un perchero, y embutidos en una especie de armazón de metal, unos palos de bambú y unas armas blancas, las que, de seguro, sirven a los más avanzados.
El profesor es mi amigo y vecino. Me convidó a probar una de sus clases.
Hace frío aquí en la sala y el olor a sándalo lo impregna todo. Los alumnos son bastantes ñurdos diré. Hacen preguntas y comentarios tontos, chistes demasiado fomes, se quejan de nada, de que les duele esto y lo de más allá y están empezando a irritarme.
Hay uno delante de mí que está colmándome la paciencia. Interrumpió la clase para decir que no puede dejar de pensar y preguntar, odioso, frustrado, con insistencia, cómo se hace eso de no pensar en nada. Dice que trata pero que no puede, que no le resulta, casi lo grita, y el profesor, todo apacible parado allí adelante, intenta dar con la respuesta satisfactoria capaz de iluminar el inútil cráneo, y yo, con un sable a escasos centímetros de mí, creo haber encontrado la respuesta perfecta.