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Opinión:

Mi Leonard

Por Adolfo Vera Peñaloza (*) desde Concón - Chile

miércoles 23 de noviembre de 2016, 02:28h
Mi Leonard

23NOV16.- Mi Leonard apareció a inicios de los años 90’, en una ciudad calurosa y llena de polvo de la provincia central chilena, en una época en que todos creíamos que al país lo cambiaría el arte y la música, y el teatro que ocupaba las calles; teníamos 15 años y andábamos por el mundo pasando de los talleres literarios a los de teatro, de las lecturas de poesía a los recitales de rock en gimnasios desvencijados por los que apenas se colaba la luz desteñida.

Recuerdo que tenía una libreta negra en la que, además de poemas, anotaba las gestiones culturales en las que estaba embarcado, con presupuestos, teléfonos, autoridades a las que contactar, como si ello fuera parte de un juego y no estuviese manchado por la burocracia ni por los padrinos que ya pronto llegarían a adueñarse de nuestro país (o que estaban escondidos esperando su oportunidad). Teníamos 17 años y habíamos escuchado hablar de un tal Malraux, y sabíamos de los encuentros organizados por Gonzalo Rojas hace mucho tiempo, y pensábamos que tal vez un mundo así era en verdad posible.

Mi Leonard apareció uno de esos días en la casa de mi amigo E., que había vivido en Alemania, no sé si lo recuerdo o lo invento, pero todo se aparece muy claro: veo una tarde de verano calurosa en la que escuchamos, con las ventanas abiertas, en un patio con suelo de tierra bajo un parrón que daba una sombra suave y profunda, el CD ese –estoy casi seguro que era The future (1992)- y fue como si al escuchar esos dos o tres jirones de palabras, ni siquiera una frase, dichas o cantadas –en ese decir que en Cohen siempre era una manera del canto, y en ese canto que era siempre un decir- con una suerte de oscuridad –la de su voz- que hacía todo particularmente confuso (de la confusión propia a la hipnosis), fue digo como si al oír ese CD (que mi amigo puso en su equipo porque aparecía como cercano a las cosas literarias de las que solíamos hablar, y porque alguna vez él lo escuchó, puesto por su hermano mayor o por su padre) algo de lo que no me di cuenta al principio se anudara, o se sellara incluso, algo del orden de la oscuridad. Algo del orden, también, de la violencia y de la rabia, del odio y del caos. Algo que no tenía nada que ver con la psicodelia que entonces solíamos escuchar (Led Zeppelin, Pink Floyd), ni con las cosas más politizadas (The Clash, Public Enemy), pero que era igualmente hipnótico y agresivo. Mucho tiempo después comprendería las verdaderas dimensiones de un disco como The Future.

Ese tiempo después empezaría a llegar (¿ha llegado todavía?) algunos años más tarde –poco antes del dos mil-cuando en la casa de mi amigo S.M. – cuyo padre poeta y madre profesora de literatura me habían prestado muchos de los libros que algún día me habían agitado física y mentalmente- escuché Live in concert (1994), disco que recogía los recitales de los dos últimos álbumes de Leonard, I’am your man y The future; si no me equivoco el CD era del papá de mi amigo, S.M., y me lo prestó sin mayor inconveniente. Fue la primera vez que escuché sistemáticamente a este Sr. que había publicado –según había leído por ahí- varios libros de poesía y un par de novelas antes de subirse al escenario (después leería en las biografías sobre Leonard los testimonios que lo describían como un profesor de terno y maletín recorriendo los pasillos del Chelsea Hotel, en la época de Warhol y los VelvetUndeground); este Sr. que atravesaba el aire con una voz que parecía salir del centro de la tierra y, de pronto –gracias a los coros femeninos- acompañar a unos ángeles al centro mismo del cielo.

Leonard Cohen entonces empezó a ser “mi Leonard”. Nunca fue el de un “experto”, ni el de un coleccionista de datos y objetos, sino más bien el que cantaba mientras el desagarro me horadaba el interior, en esos momentos, tan conocidos desde siempre para mí, en que uno la ha completa y absolutamente cagado, la ha total y celestialmente cagado, y uno siente como si le sacaran el estómago con una cuchara, uno siente como si le vaciaran el alma: y ahí está Cohen pidiéndole a una mujer, en Bird on a wire, que ojalá entienda que alguna vez él pensó que ser un amante era también, quizás, ser un mentiroso, y se siente como un bebé abortado, o como una bestia que con su cuerno se la pasa hiriendo a todos aquellos que alguna vez lo quisieron. O cuando dice, en Anthem (del mismo The future), que las guerras empezarán una y otra vez, que los asesinos seguirán ocupando sus altos cargos, que nunca ninguna paloma será liberada: pero que sin embargo en cada cosa hay una grieta, y es por ahí que entra la luz. En esa época –aún no había internet, y no se encontraba fácilmente información sobre Cohen-, por ejemplo, sólo conocía la versión en vivo de Suzanne, del disco de 1994, que era muy distinta a la primera versión, de su primer disco Songs of Leonard Cohen(1967), inspirada en la aspirante a bailarina Suzanne Verdel, a la que había conocido en su primera juventud en el ambiente artístico-bohemio de los años 60´en Montréal(alguna vez Leonard contó cómo un “amigo” un día lo hizo firmar un papel en blanco, que finalmente se transformaría en un documento por el que cedía todos sus derechos de la canción: “mejor así, uno no puede enriquecerse con una canción como esa”, dijo). Pasaron, de hecho, algunos años hasta que escuchase las versiones de estudio de varias canciones, pues Leonard tenía la costumbre de cambiar las versiones de sus canciones cada cierto tiempo, como si una canción también envejeciera y mostrara en su cuerpo el paso de los años, lo que en algunos casos las enriquecía y en otros, no: en el primer caso, en mi opinión, se encuentran las versiones de Bird on a wire y de Hallelujah, y dentro del segundo On of us cannot be wrong, cuya versión original, también del primer álbum de Cohen, con esos gritos desafinados casi adolescentes, es insuperable.

Mi Leonard era por entonces el de un universitario; estudiaba filosofía en Valparaíso, y su música era el antídoto perfecto ante esa suerte de euforia permanente (ese espíritu festivo constante, que los estudiantes de filosofía fundan en sus lecturas del concepto de lo dionisíaco en Nietzsche) en el que está siempre uno cuando tiene 21 años, estudia filosofía y vive en Valparaíso. Porque Leonard estaba siempre ahí dispuesto a ayudarte a ir un poco más hondo –vamos, el dolor puede aún doler un poco más, ese vacío que es como si te sacaran el pecho desde adentro todavía puede agrandarse un poco más- en el desgarro. Y habemos algunos que necesitamos de ese desgarro como de una droga: la necesidad de vivir en la certeza de que uno siempre está –o intenta estarlo, es el caso del propio Leonard- al borde del abismo.

Pasaron varios años en que mi Leonard fue ante todo ese ser oscuro y pesimista que hablaba de un futuro signado por el asesinato, donde los poetas no eran más interesantes que Charles Mason, o de una democracia que llegaba a USA como llega una peste o el anuncio del fin del mundo. La voz de una gravedad extrema le otorgaba un carácter “tectónico” y lo hacía una suerte de Orfeo que canta después de haber pasado una temporada en el infierno. Pero rápidamente aparecería la otra faceta que me fascinaría de L.C.: la de cantor de la trascendencia (religiosa o mundana) y del erotismo. Yo hace algunos años había decidido, en lo que concierne al amor, ser como los viejos poetas cortesanos: poeta de una sola mujer, como en su época el Dante con su Beatriz, y después el Petrarca y su Laura, o más cercano a nosotros De Rokha y su Winnett; y el asunto, claro está, no se reducía a vivir o ser por contingencia la pareja de una determinada mujer, por el contrario, si ella estaba lejos o ausente tanto mejor (porque esa mujer, ante todo, es una idea poética); en mi caso, yo había decidido que N. sería mi Beatriz, más allá de si el destino nos reservase el vivir juntos (cosa que hasta ahora ha sido posible). El Leonard de las grandes canciones de amor, además de Suzanne, para mí fue siempre el de So long Marianne, Gipsy Wife, Joan of Arc, etc. Un hombre enamorado que reconoce la imposibilidad de amar como consecuencia de una incapacidad muy profunda –una suerte de discapacidad de nacimiento- de hacer el bien al otro. El hablante de The future, de hecho, señala sentirse aburrido porque “ya no queda nadie más a quien torturar”; y el de First we take Manhattan, se siente condenado a 20 años de aburrimiento por intentar obedecer a las voces que le hablan desde dentro y le exigen realizar su misión de destrucción.

Cuando algunos años después escuché In mysecret life (del álbum Ten New songs, del 2001) comprendí que las semejanzas entre su alma y la mía –como lo habrán sentido miles de sus seguidores, pues de lo que se trata aquíes de cómo la poesía toca las fibras comunes a toda experiencia humana- eran prácticamente totales; como él, yo tenía una vida secreta, con sus leyes y su lógica, con sus perversiones y santidades, y no quería que nadie –salvo mi amada, a riesgo de que una vez conocida esa vida secreta, ya no quisiese compartir la que desde hace algunos años ella conocía- entrase allí. Por otro lado, la trascendencia que buscaba o describía Leonard me acomodaba a la perfección, pues se asemejaba bastante a la descrita y estudiada por otro autor que en esa época me obsesionaba: Georges Bataille. Se trata de una trascendencia manchada, impura, adquirida por la experiencia de la negatividad: por medio de la crueldad, de la blasfemia, del mal. Ya no recuerdo en qué momento escuché If it be your will, del disco Various positions de 1984, pero en el momento en que lo hice –como siempre al principio, virtudes de no dominar el inglés, atrapando algunos harapos de sentido, de la misma manera que en esa canción Cohen le pide a ese Dios ausente al que le canta que acompañe a sus hijos, vestidos con “harapos de luz”- algo en mí cambió para siempre. La religiosidad de mi Leonard, también, era similar a la que siendo muy joven me había fascinado en el Kierkegaard de Temor y temblor: un hombre sin fe que sube a una montaña a pedirle a Dios que lo deje cantar, aunque si su voluntad es otra, estará dispuesto a permanecer en silencio hasta el fin de los días; pero le pide también que no se olvide de sus hijos, que en medio de los harapos de luz que se cuelan en el infierno, permanecen ahí, “vestidos para matar”. Todo eso a mí me venía muy bien, pues los estragos causados por una formación religiosa durísima en mi infancia habían sembrado –en lo que se refiere a la tendencia religiosa propia a todo ser humano- contradicciones muy dolorosas, que mi Leonard, en sus canciones y poemas, había resuelto –si así puede decirse- de una manera admirable: asumiendo el desgarro y la contradicción como parte del sentimiento religioso mismo, en dónde éste se une a la experiencia del amor y del erotismo. Todo esto se cristalizaba en otra de las canciones fundamentales de ese disco de 1984, Hellelujah, que como sabemos se ha convertido en un verdadero himno para toda una generación, y en donde los temas del desgarro y la contradicción en la búsqueda de la trascendencia se hermanan con la experiencia religiosa y se resuelven en la “música”.

Mi Leonard siguió así configurándose, ya con el tiempo de modo mucho más documentado –pero esta “documentación” o “erudición” no tiene mayor relevancia cuando se trata de darle forma y sentido a un desgarro infinito que uno lleva adentro- con cada disco que escuchaba (a veces obsesivamente), con cada libro suyo que caía a mis manos, con cada biografía suya que podía leer. Sus entrevistas –cuántas horas de mi vida pasé buscándolas y mirándolas en youtube- me fascinaron siempre y he intentado imitar su ética básica, la de una desconfianza absoluta en toda confianza en sí mismo, en toda presuposición de una cierta superioridad que sería propia a quienes detentan algún oficio de creación, la de alguien que – de tanto escudriñarse y de tanto habitar sus propias oscuridades- sabe que a veces es más profunda una sonrisa y un silencio cortés para enfrentar alguna de esas verdades que surgen de las experiencias más oscuras y más terribles –pero lo bello es una forma de lo terrible, como decía Rilke- que un ser humano puede vivir. En mi caso, bastaba con, por ejemplo, el “la la la la” de Joan of arc repetido por Leonard como un mantra para tener una idea de cómo podría ser la experiencia de Orfeo. Como dice mi Leonard en la canción que da el título a su último disco, salido un par de semanas antes de morir: “You want itdarker/ we kill the flame”.

(*) Adolfo Vera Peñaloza en Doctor en Filosofía y Profesor

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