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Idiota Por Una Causa

La madera y el olvido

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Al flaco Cárdenas
La muerte tiene buena puntería y acierta en la mayoría de los casos. Un disparo preciso de aquella muchacha negra, le arrebata la vida a un títere que ni siquiera es capaz de arrastrar su hueso. En aquellos casos, la partida resulta un alivio. Ya no verás al ser querido conectado a máquinas o tratamientos dolorosos con el objetivo de prolongar una existencia que no es existencia. Cuando la agonía resulta un estigma, el doliente en un acto de sumo desprendimiento, ruega a Dios para detener el calvario. Tarde o temprano el sordo de la cruz cumple su cometido mediante la intervención de un médico que justifica su boleta de honorarios :
  • Hemos hecho todo lo posible pero, lamentablemente…

Al oír aquellas palabras una exhalación de libertad y una inhalación angustiosa te domina. Una mano invisible ofrece una copa añeja en el recuerdo y carente de futuro. La bebes sintiendo recorrer un líquido desértico, una aridez basada en el consuelo sonso de que tu amigo, hermano, padre, madre, descansa en la paz del sepulcro.

Sin embargo, a veces la muerte yerra el tiro y un inocente cae al piso. Su rifle pierde la certeza acostumbrada, truncando una historia a mitad del primer capítulo. Aquel perdigón desbarata la estructura lógica de la vida. Uno cree que el sueño eterno es privilegio del anciano, vetusto personaje que ha construido un proyecto, sin embargo, al dejar de existir una tipo joven, uno descubre que la muerte es patrimonio de la humanidad, no del tiempo.



Así ocurrió con Juan Pablo Cárdenas, un amigo de secundaria. Perdí contacto con él al terminar el colegio. No soy un tipo sociable. No voy a fiestas ni a reuniones de ex compañeros. El oficio de escribir me roba mucho tiempo y extravío los lazos afectivos- Sé que no es bueno, pero es mi elección-. Una de ellos fue Juan Pablo, quien se transformó en un tipo que deambulaba por las calles de la ciudad, elaborando su porvenir.

No supe nada más de él hasta un día jueves o viernes- no lo recuerdo- cuando Catalina, a través de un escueto mail, me comunicó noticia:
  • Lamento informar el sensible fallecimiento de nuestro compañero Juan Pablo Cárdenas Herrera…

Enterarme de su deceso resultó demoledor. Fue un mazazo en la cabeza. Me quedé pegado unas horas en la pantalla, leyendo una y otra vez las palabras de mi amiga. Eran frases hilvanadas con la entereza de una chica, la cual sintió al flaco como el primer amor platónico de su vida. Tal vez ella ocultó su dolor en la redacción apática o tal vez no halló en su vocabulario alguna metáfora que extrapolara la sensación de injusticia, rabia, incomprensión ante la pronta partida de un tipo alegre, incapaz de matar una mosca.

Estaba destruido. Ni siquiera fui capaz de coger una corbata y asistir al funeral. No me sentí con el valor necesario para mirar los restos de un tipo de 22 o 23 años envuelto en madera y llanto. No tuve el coraje de Catalina al ir al velorio, abrazar a sus padres y decir aquellas palabras clichés para brindar consuelo: “mi más sentido pésame, lo siento tanto, ayudándolo a sentir” y el que las escucha no sabe si golpear o abrazar al interlocutor, porque nadie te puede ayudar a sentir. El duelo es un proceso solitario que jamás te abandona, aunque aprendes a cargarlo en el genoma…

Al cabo de un año visité los restos del flaco. Debía convencerme de su muerte. La tierra había dado una vuelta y yo prefería pensar que Juan Pablo andaba por ahí, construyendo su vida de buena o mala manera. No deseaba saber la verdad- aunque la sabía-, pero la Cata insistió tanto que no me quedó otro camino que enfrentar la realidad y asumir que el tiempo es un bien con fecha de caducidad.

Después de deambular entre una maraña de nombres, dimos con el sepulcro. Una fría lápida de mármol, indicaba el lugar donde reposaba Juan Pablo Cárdenas Herrera. Nos quedamos en silencio. Qué ganas de volver hablar con él, reírnos, hacer las bromas infantiles, pero yo estaba sobre la tierra, sobre el pasto, intentado escarbar en mi memoria aquellas fotografías donde Juan Pablo disfrutaba del color de los vivos.

En medio de mis pensamientos, Catalina sacó de su mochila un papel y un lápiz y escribió un mensaje, luego me pasó una esquela diciéndome: quieres dejarle un mensaje. Yo respondí negativamente. A pesar de jactarme de mi manejo literario, no pude redactar una sola línea. Mientras veía como mi amiga enrollaba la hoja, depositando el mensaje en la tierra, yo sentí que en aquel espacio no había nada, salvo el cuerpo de un tipo de mi edad, pudriéndose bajo una tonelada de polvo. Ojalá en ese momento hubiera tenido una pizca de Fe. He leído tanto que la religión me resulta un artilugio de la ignorancia, un consuelo sonso, un chicle lánguido de tanto masticar y masticar.

No creo en el paraíso, no creo en los fantasmas, pero, curiosamente dudo sobre la existencia de Dios. No la niego ni la reafirmo. Tal vez por ello he querido hablar del flaco en esta columna. Según los cristianos, el creador actúa de maneras misteriosas y a lo mejor mi palabra es la burda manera que tiene para pedir disculpas. No debe ser fácil ser Dios. Es un trabajo incomprendido y maldito por tipos como yo, los cuales buscamos inmortalizar a los amigos a través de la metáfora de una mano que aprieta un puñado de arena, intentando guardar un atisbo de memoria.

Descansa en paz amigo mío, descansa en paz.
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