París y los fantasmas.

París -lo sabemos después de las investigaciones de W. Benjamin- es la ciudad de los fantasmas. En ella, la realidad de lo que -por una mala costumbre sin duda- llamamos “sentido común” está siempre atravesada por aquella otra, mucho más concreta y cotidiana aquí, de lo que nombramos (oponiéndola, en razón de la misma mala costumbre, al dicho “sentido común”) como “irrealidad”. Sin embargo, la “irrealidad” -en tanto nuestro “sentido común” la opone a la “realidad”- no define con precisión el estatuto ontológico (que atañe a su modalidad de existencia) de un “fantasma”. Se trata de que éste, justamente, posee una existencia, cuya modalidad esencial se define básicamente por su carácter intermedio (que desafía por ende al dualismo del “sentido común”), paradojal, de un sujeto (una cosa, un recuerdo, una persona, un lugar) cuya presencia se reduce a su ausencia (se trata, por ende, de la presencia de su ausencia). Lejos estamos aquí de cualquier doctrina “espiritista”. De hecho, el “espíritu” nada tiene que ver aquí: una ciudad está constituida de cosas, de objetos, de personas, y si al mismo tiempo está constituida de recuerdos y “pensamientos”, éstos -en tanto “imágenes mentales”- no son menos concretos y “materiales” (finalmente, se reducen a procesos neurofisiológicos).


Ahora bien -y en esto se concentró la investigación inaugural de Benjamin- este carácter fantasmático de París viene dado en tanto en esta ciudad se materializan, y adquieren su configuración definitiva, dos fenómenos que finalmente alterarán todo sentido “cartesiano” de la “realidad”: el Capital y el Arte moderno. Las Exposiciones Universales, las vitrinas, la publicidad, por un lado, y Baudelaire, Flaubert, Zola, Nadar, Atget y Toulouse-Lautrec, por el otro. Si el Capital desestabilizaba la realidad transformándola en un espejismo definido concretamente por la estética del vidrio propia a la arquitectura moderna y por la leyenda “no tocar” pegada a los objetos cuyo valor determina su carácter de “fetiche” y de “sueño”, así como la fotografía publicitaria de la “star” la introduce inmediatamente al mundo de la fantasmagoría, la literatura y el arte moderno transformarán a la ciudad en un escenario de alteraciones de la conciencia y de la vida “normal” -el ensayo de Baudelaire sobre el Hashish y la obra de Poe son aquí esenciales, lo mismo que las fotografías de Atget sobre París (Atget quien, según Benjamin, fotografiaba cada escena como una “escena del crimen”).

Caminar por Paris, entonces, implica recorrer una “realidad” -una sumatoria de objetos, situaciones, calles, recuerdos y pensamientos- cuyo estatuto nada tiene que ver con el dado por el “sentido común”, y esto como consecuencia del trabajo que sobre nosotros efectúan, al mismo tiempo, el capital y el arte moderno (siendo sin duda hoy día el cine el procedimiento estético que mayor influencia ejerce sobre nuestra percepción de las ciudades: París nunca será el mismo después de la Nouvelle Vague).

Finalmente, no podemos olvidar a otro tipo de fantasmas que acosan a nuestras ciudades modernas: los desaparecidos a causa de la violencia política extrema de los estados autoritarios. Es muy probable que muy pocos turistas sepan, cuando recorren el Sena, que en ese río fueron hechos desaparecer, por los militares franceses, decenas de argelinos asesinados durante la represión francesa en Argelia con motivo de la lucha de Independencia de ésta última. Subidos en los muy típicos “bateaux mouches”, sin duda que no lo saben o lo olvidan, aunque alguno, quizás, entre una y otra fotografía, escuche, a lo lejos, sus voces de fantasmas desesperados por ser reconocidos por nosotros, sus prójimos, sus hermanos.