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CRÓNICAS DESDE PARÍS

“Shoah” de Claude Lanzmann: filmar el testimonio

Shoah, el film de Lanzmann: Una sobrecogedora experiencia
Shoah, el film de Lanzmann: Una sobrecogedora experiencia
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Cuando uno termina, después de no poco esfuerzo -no tanto por las 9 horas que dura el film como por el hecho de haber estado sometido, de un modo extrañamente intenso, a la experiencia del testimonio de lo que, en verdad, va más allá de todo testimonio- de ver Shoah, el film de Claude Lanzmann sobre la exterminación nazi de más de seis millones de judíos europeos, uno queda con una sensación cuya singularidad obedece a la potencia de lo que se ha visto.
Por una parte, esa suerte de euforia que se produce después que uno ha logrado comprender, en cierta manera, una obra que uno sabe -con ese saber que va más allá de las teorías- que es una obra fundamental, enorme, como ocurre, por ejemplo, después que uno ha terminado de leer el Ulises de Joyce, o de visionar Berlin Alexanderplatz de Fassbinder; por otra parte -y esto atañe a la singularidad radical de Shoah- uno permanece, por un tiempo indeterminado (tiempo más allá de toda cronología, en cualquier caso), en una suerte de embriaguez negra y amarga producida por la posibilidad que nos ha dado Lanzamann de estar un poco más cerca -aunque, tratándose en gran medida de una experiencia que va más allá de toda experiencia y permanece en el terreno de lo irrepresentable, esa cercanía es sinónimo de una absoluta lejanía- de lo que, justamente, en hebreo, quiere decir Shoah: la Catástrofe.

Ahora bien, no obstante las nueve horas y esa suerte de conformación sinfónica de las voces que testimonian el horror -sinfonía que contrapone las voces de verdugos y victimarios-, sería erróneo pensar Shoah como una obra “épica” o “sinfónica”. Algo hay en la sucesión embriagante -y el concepto de embriaguez ya aparecía en Nietzsche como la clave de la obra trágica, por lo que será preciso distinguir la embriaguez producida por Shoah de la propiamente trágica- de los testimonios (y por ende de aquello que habrá inventado, para siempre, Lanzmann: el cómo filmar el testimonio) y de las imágenes de los “lugares” (o más bien “no-lugares” o “anti-lugares”) donde la catástrofe fue perpetrada, algo hay en esta sucesión embriagante (lograda gracias a un montaje al servicio siempre del testimonio, en este caso, de lo que no puede ser testificado) que la diferencia de toda obra trágica o épica. Ese “algo” habrá que rastrearlo, según pienso, en la singularidad de aquello sobre lo cual el film busca sentar un testimonio, el más completo y complejo según muchos -más allá de los “datos” o informaciones que allí se entregan, y justamente porque no se centra en ello, obedeciendo a un acontecimiento que anula toda posibilidad de comprenderlo en la perspectiva de la “ciencia histórica”-, es decir, lo que ocurrió en los centros de exterminio nazis (Auschwitz, Treblinka, Mathausen) durante los últimos 4 años de la Segunda Guerra Mundial.

Eso que “ocurrió”, al ocurrir, justamente, anula toda posibilidad de entender, desde entonces, la “ocurrencia” -el Acontecimiento- desde la perspectiva tradicional, propia, por ejemplo, a la “ciencia histórica”: causas y efectos, contextos y estadísticas, razones y explicaciones. Y aunque evidentemente nadie podría negar el valor fundamental de buscar y encontrar esas causas y esas razones -y Lanzmann menos que nadie, la prueba está en la fuerte documentación que le permitió en muchos casos descubrir lugares y personajes esenciales a esa comprension histórica de la catástrofe-, la cuestión está en que (y es ésta una posición filosófica fuerte) la “esencia”, si podemos usar esa plabra, de ese Acontecimiento -que trastocará para siempre el acontecer de todo acontecimiento- no está determinada por esas causas y esas razones que, de hecho, la ciencia histórica ya ha largamente establecido. Esta esencia, entonces, refiere a lo que la discusión filosófica en torno a la Catástofre (a lo que Blanchot prefería llamar el “desastre”) ha dado en llamar lo “irrepresentable”. ¿Cómo filmar, entonces, lo “irrepresentable”?

Lanzmann, atendiendo a esas consideraciones filosóficas -Lanzmann el amigo de los más grandes filósofos franceses del siglo, como Sartre y Deleuze, Lanzmann el amante de Simone de Beauvoir- parece atreverse a “filmar lo irrepresentable”. Para hacerlo, como él mismo lo ha señalado en innumerables entrevistas, debía enfrentarse a la visión que predominaba al momento de comenzar su realización (que comenzó a mitad de los años 70' y duraría 10 años), es decir, la visión de los documentales más relevantes sobre el genocidio perpetrado por los nazis, sobre todo aquella obra maestra inaugural que fue Nuit et brouillard (Noche y bruma) (1956), de Alain Resnais con guión de Jean Cayrol, quien junto a Primo Levi es uno de los más grandes escritores de la literatura concentracionaria. El de Resnais, además de ser una obra maestra, es un documental que hace honor a la definición típica del género: exposición objetiva de los hechos -más allá del texto eminentemente poético de Cayrol-, montaje organizado en términos de establecer el conjunto de las imágenes en un sentido lineal y equilibrado, planos generales de los paisajes en donde “ocurrió” lo que en verdad ocurrió: la imagen, en definitiva, como “prueba” de una verdad histórica, tal como ya lo había sido el año 1946 cuando en los Juicios de Nüremberg -magníficamente documentados, a su vez, por John Ford- a los “testigos” de los hechos se sumaban las imágenes tomadas en el momento de la liberación de los campos: la imagen, entonces, como testigo.

La diferencia, y por tanto la singularidad total de Shoah, su función de ruptura y corte radical en la historia del cine, entonces, habría que buscarla en una definición del “testimonio”. Naturalmente, no entraremos aquí en el fundamento filosófico que permitiría apoyar la concepción fílmica de Lanzmann respecto al testimonio -fundamento que es preciso situar en el trabajo de filósofos como Adorno, Benjamin, Lyotard, Blanchot, Levinas y Derrida- sino que nos limitaremos a señalar que, de acuerdo a nuestra opinión, esta concepción es la más pertinente respecto a lo que la “Solución final” planeada por Eichmann habrá inaugurado en nuestra época, que desde entonces podrá llamrse como la “época del desastre”: la desaparición. Hay un momento, a fines del año 43, en que los nazis deciden que los judíos no solo deben ser exterminados en las cámaras de gases, sino que además deben ser hechos desaparecer, es decir, los cuerpos ya enterrados en fosas comunes deben ser extraídos e incinerados en los hornos crematorios, para posteriormente sus cenizas ser esparcidas en el viento o disueltas en los ríos. En atención a esto, el filósofo francés Jean-Louis Déotte ha podido postular que entonces se inaugurará una “política de la ceniza”, propia a una nueva época -nuevo origen, nuevo destino de la ausencia de todo origen y de todo destino-, la “época de la desaparición”.

¿Cómo representar, entonces, la “verdad” de la desaparición (pues de eso se trata en Resnais y en Lanzmann), cuando justamente como consecuencia de la desaparición no hay posibilidad alguna de encontrar algo que la manifieste, que la haga “aparecer”? Resnais opta, es la opción tradicional y próxima a la ciencia histórica, por entrar al juego de la “prueba”: documentos, objetos, ruinas, edificios, todo aquello podrá -y deberá- “probar” la realidad de los campos de exterminio, y la imagen debe estar al servicio de esa prueba. Sin embargo -terrible y dolorosa paradoja- entrar en ese juego es entrar en el juego del negacionista (como se sabe, el negacionismo es un invento, justamente, de la “ciencia histórica”), pues lo que busca el negacionista es mostrar la debilidad de lo que se aduce como prueba, su carácter subjetivo (por ejemplo, ¿cómo demostrar la existencia de las cámaras de gases y los hornos crematorios cuando ningún sobreviviente que halla estado allí ha quedado vivo para contarlo, y los que sí lo están, en ese momento estaban reducidos a la miseria y al hambre más extremo, y sabido es que en ese estado se sufren alucinaciones, etc, etc?). Pues justamente, una vez instalados en la desaparición -como decenas de países en el mundo entero lo están-, el discurso de la prueba y de la “demostración” no tiene mucho sentido para lo que se busca, es decir, la “comprensión”: una comprensión más allá de la “ciencia histórica”, aunque el trabajo de ésta no será nunca lo suficientemente alabado. Como afirmó en su momento Lyotard, estando en un “conflicto” en el cual la víctima ha sido hecha desaparecer de manera absoluta, no quedando algún rastro de su cuerpo o de su existencia real, jamás podrá haber entendimiento o pago alguno entre ella y el verdugo. ¿Qué queda, entonces? ¿Cuál es la figura a filmar? ¿Cómo constituir una imagen que haga comprender la catástrofe pero que no se reduzca a su estatuto de “prueba” (pues en virtud de la desaparición toda prueba -es esta la “genialidad” del verdugo- podrá ser cuestionada)? Según Lanzmann, no queda más que filmar el testimonio. Son los testigos, los que vieron, los que allí estuvieron, los que podrán no “probar” que es verdad lo que ocurrió -pues eso ya no tiene mucho sentido- sino, justamente, únicamente -pero esto es de la profundidad y la complejidad más extrema-, “decir” lo que vieron, lo que vivieron, “decir” -pues ya no “mostrar”- el horror, la catástrofe, la Shoah.

Shoah, el film de Lanzmann, es -podemos decir sin temor a la exageración- “el” film sobre el testimonio. Un testimonio es el único resto, el último despojo que puede hacernos experienciar -siempre alejándonos cada vez que creemos acercarnos- la experiencia de lo que, en verdad, es irrepresentable por cuanto totalmente desaparecido. Este resto aparece, en verdad, sin una superficie de inscripción determinada: un testimonio no tiene el estatuto de un documento, y siempre podrá ser negado (hasta el día de hoy hay quienes niegan la existencia de las cámaras de gases y la muerte de esa manera de más de seis millones de judíos europeos). Lanzmann se dedicó durante 10 años a encontrar a los testigos -víctimas y verdugos- para, esta vez, hacer aparecer la función política esencial de toda obra fílmica sobre la catástrofe: inscribir el testimonio, otorgarle una superficie de inscripción, imperdir que -como los cuerpos de las víctimas, como hasta el último de sus rastros- desaparezca, se transforme en ceniza. Para ello, Lanzamann obliga a los testigos a pagar un precio enorme: al contar su historia, al testificar -más allá de cualquier juicio, de cualquier tribunal, aquello no es lo esencial, aunque nadie negará su importancia- los testigos vuelven a vivir aquello, es decir, lo invivible, aquello para lo cual los humanos no estamos preparados. Tal vez una de las escenas más memorables (y más comentadas) del film de Lanzmann, es aquella en la que Abraham Boba, en su peluquería de Israel y mientras ejerce su trabajo como en cualquier otro día, relata su experiencia en Auschwitz: peluquero de profesión, los nazis lo enrolan en tanto jefe de los peluqueros que cortaban los cabellos de las mujeres que iban a ser gaseadas, con la orden expresa de hacerles creer que solo se darían un baño desinfectante. Una vez Boba ha contado cómo en un momento llegó un camión con las mujeres de su barrio, y cómo de pronto empieza a reconocer a sus amigas, vecinas, desnudas y raquíticas, y -mientras en el momento en que relata, en que “testifica”, continúa ejerciendo ese mismo oficio, “cortar el cabello”- de pronto ve aparecer la esposa, la hija pequeña y la hermana de su compañero de funciones que está al lado de él (que no sobreviviría tampoco al exterminio), en ese momento, Boba rompe en llanto y ruega a Lanzmann que pare, pues no puede volver a vivir eso, no puede volver a recordar cómo su amigo cortó el pelo de su familia minutos antes de ser gaseada, cómo abrazaba a su esposa, a su hija y a su hermana ahí, raquíticas y desnudas, prontas a morir y a ser incineradas; Lanzmann, con la dureza espiritual que en ese momento se precisaba -sin embargo pidiéndole, él, perdón, por obligarlo a hacer aquello-, le responde una y otra vez: “Usted debe, Abraham, usted y yo sabemos que es preciso hacerlo, usted debe hacerlo: es nuestra obligación, es preciso dar testimonio”. Boba, finalmente, logra hacerlo, y desde entonces, y gracias al film de Lanzmann, ese testimonio no desaparecerá, y las generaciones futuras podrán -supongo que, como yo, con el mismo estremecimiento- observarlo, y, tal vez, intentar comprender lo que está, en verdad, más allá de toda comprensión.
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