Más adulto he padecido variadas enfermedades, operaciones quirúrgicas y estancias hospitalarias, bien es verdad que siempre acompañado por seres queridos que se ocupaban de cuidarme y consolarme.
Ahora ya en la vejez veo asombrado como casi todos los días van cayendo - como las doradas hojas de los árboles en otoño -, mis más queridos amigos que emprenden el viaje al más allá. Pero es voluntad divina, de sentido ignoto para mí, que yo continúe aquí entre vosotros. Casi podría decir que me quedan dos asideros; bueno, tres; mi mujer, mi hija y el Espíritu Santo al que tanto quiero y admiro.
Ahora mismo estoy griposo y quizá algo febril. Me levanto medio sonámbulo para escribir un poco, la razón de mi vida. Amigo de sacerdotes, como lo era Graham Green, me han preguntado sonrientes si la razón de vivir no fuera el espíritu de Dios, y yo les he decepcionado un poco pues les digo que el sentido de mi vida es escribir, fabular y escribir, nada más.
Ayer recibí la noticia de la muerte de un amigo muy querido con el que durante años salía todas las tardes a tomar el consabido whisky en compañía de alguna sofisticada amiga, de las cuales él tenía un listado inacabable.
Me ha producido impacto y dolor, lo confieso, pero como hoy estoy un poco más griposo todavía, gozo de haber aplicado mi instrumento más valioso, el “chip de sentirme enfermo”·
Sí; ya solo puesto el chip, todo es maravilloso. No pertenezco al mundo de los vivos y sus sudorosos avatares. Floto en la semiinconsciencia beatifica del que ya nada puede interesarle, y es entonces cuando suavemente van apareciendo en mi conciencia y en mi corazón recuerdos lejanos y olvidados provistos de una luz y una verosimilitud increíbles.
Así es la vida, amigos, la vida de los monjes cistercienses más intensa y profunda que la del hombre de negocios o del agente de bolsa, pues no hay nada como estar enfermo en cama febril o en el butacón del salón de tu casa, para que se deslice en tu conciencia los momentos más valiosos del hecho de haber vivido.