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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan...”

Muy cerca de la frontera...

Por Germán Ubillos Orsolich
martes 07 de julio de 2020, 01:22h

06JUL20 – MADRID.- Después de perder la capacidad para conducir, con acusada dificultad para ir a misa o al cine, y de pasar así más de dos años, más el enclaustramiento gubernamental cercano a los tres meses para salvarme de la Pandemia, quería, necesitaba salir al campo, que alguien prestara su coche pues los amigos te pueden hacer visitas pero de eso a sacarte al campo hay un abismo.

Pero la llegada del verano y el calor eran señales inequívocas de que o tramaba algo con urgencia o perecería en alma y cuerpo.

Y fue cuando casi en esos momentos que milagrosamente apareció Maria Eugenia, amiga de mi hija e hija a su vez de un matrimonio residente en Bilbao y muy querido nuestro.

Apenas llegada esta muchacha planeó sacarme en su cochecito, cargando el andador y la silla de ruedas, y llevarme a pasar el día a Toledo , Segovia o el Escorial.

Decidimos El Escorial que estaba más cerca.

La chica en cuestión, risueña y expresiva posee dos virtudes. La primera su “empuje colosal”, capaz casi de resucitar a un muerto cuanto más llevarme en la silla de ruedas como un meteoro, casi tan rápido como ET. Y la segunda y más difícil aún, que te sentías querido…no sé si te quería pues imposible querer a un cuasi-viejo apenas conocido.

La mezcla empuje, decisión, cercanía emocional y transfer, obraron el milagro de hacerme pasar un día inolvidable recordando un pasado remoto, ya que se trataba de un lugar muy hermoso donde había pasado muchos años sano, subiendo y bajando al monte, tratando chicas encantadoras y educadísimas y amigos generosos en esencia.

Pero no solo quedó todo ahí. Al día siguiente un amigo chileno se ofreció a llevarme en su automóvil al Puerto de Navacerrada, lugar entre todos los lugares inmejorable y lleno de recuerdos imborrables que jamás volverán.

Así se creó el hechizo de recorrer un día de punta a cabo uno de los reales sitios de la Ruta Imperial, esto es la de los Austrias y no de los Borbones, y al día siguiente un lugar elevadísimo símbolo de una sociedad desaparecida.

Sí el jueves fue como jugar y solazarse en la piscina llena de dólares del tío gilito o don Gil Pato.

Pero el viernes fue aún mejor, fue como arrancarme de la monotonía, de la vulgaridad, en un carro de fuego tirado por briosos caballos alados en compañía de Moisés e Isaías.

Subir hasta el Puerto de Navacerrada nada menos, donde setenta años atrás el propio Pepe Arias, dueño y señor del Restaurante, amén de gerifalte y esquiador legendario en aquellas latitudes, de impresionante parecido con el actor Gregory Peck, quien recibía a mi enjoyada madre con unción y un besamanos, mientras yo, mimado infante, contemplaba la escena con mis ojos – azul-verde-gris- abiertos como platos, instantes antes de que mi padre – empresario de reconocido prestigio – diera recado al maitre de que nos pusieran de primer plato angulas de Aguinaga, con un poco de guindilla en aceite dorado; vamos el plato más caro de toda la carta, pues había que traerlas y bien frescas desde Aguinaga al borde del Cantábrico hasta aquella altura inexpugnable del macizo Central, a 1884 metros sobre el nivel del mar.

Estaba contemplando el viernes todo aquello desde mi silla de ruedas flanqueado por mi amigo Jaime, de Valparaíso y su esposa Carmen, heredera de un cortijo inmenso en Extremadura, con esa clase, ese temple que tienen las personas que alternan dura seriedad y sonrisa altiva, propia del terrateniente, con la otra cálida y cercana llena de cariño auténtico y más puro que el oro de altísimos quilates.

Bien, lectores, el contraste de salir de mi tugurio donde llevaba enclaustrado o quizá secuestrado entre libros y legajos, hasta esos frescos aromáticos y umbríos aledaños de “La Octava maravilla del Mundo”, el Monasterio mandado construir por el más grande monarca que había tenido España, esto su Majestad el Rey Felipe II, y de ahí al Puerto de Navacerrada donde hacía setenta años abundaba la nieve, los esquiadores, la alta burguesía nacional de buen gusto y mejor cultura, numerosos hoteles, paradores semejantes al mismo “Nido del Águila” que poseyera Hitler. Y todo eso comparado con la miseria reinante, la sensación permanente de peligro, de pandemia inaudita, letal y global, en un alto de Navacerrada arrasado por la barbarie y por el “Cambio Climático” en un entorno moralmente degradado, sin Gregory Peck, ni mi madre, aquella gran señora, pueden imaginar el estremecimiento de un alma muy dañada y trabajada como la mía, en la que no quedan lágrimas para llorar con la dignidad debida aquel pasado, magnifico contraste con este presente ruinoso y sin sentido.

Que me dio por pensar en lo que es la vida, mi vida, mi propia vida a mis 77 años, en una silla de ruedas, con un pasado complejo, inmenso y dilatado y profundo, milagrosamente enhiesto aún, aunque inclinado cual la Torre de Pisa, milagrosamente respetado hasta aquel enemigo invisible, por el Coronavirus arcángel anunciador y trompetero de las postrimerías y del Juicio Final, me hizo no solo ver sino vivir lo que es la vida, esa maravilla inexpresable, y a su lado al mismo lado de la frontera del final de la misma, eso es del averno o mejor de la nada oscura y silenciosa, donde ya no eres y ya no estás, donde no está ni tu madre, ni Pepe Arias, ni la Bola del Mundo, ni el gigante en piedra del Monasterio mandado construir por Felipe II a quien le faltó piedra para terminarlo y le sobró oro, ante el babeante y miserable rey de Francia anonadado y confuso ante el poder y la magnificencia del rey de España.

Bien, lo que quiero decirte es que estaba, que estoy al mismo borde de la frontera entre la vida y la falta de ella, que da la casualidad que no es la muerte “pues la muerte ni existe” si no la falta de la vida. Recuerda que Jesús te habla solo de la vida y del sustitutivo que él se conoce, se sacó de la manga, la vida Eterna, donde como al principio, en el Paraíso Terrenal a la caída de la tarde nuestros primeros padres desnudos como estaban podían hablar con él, así como nosotros volveremos algún día a platicar con él en un puerto de Navacerrada, radiante con el Club Peñalara, el Chalet de Aviación, el Hotel Pasadoiro, tan rejuvenecido, con ese comedor increíble, en compañía de María Eugenia, tranquila, convencida de que sus padres tan queridos no morirán jamás, y de mi hija Marta, algo más nutrida y glamurosa pero siempre con esa sonrisa y ese buen corazón que tiene, y Jaime mi amigo de Valparaíso con Carmen su mujer, unidos para siempre y mi mujer , convencida y tranquila de que su esposo ha sentado la cabeza.

Y yo mismo puesto en pie, sonriente junto a la silla de ruedas que ya no necesito.

Y que sepáis que solamente existe la vida, esta que aún tenemos, y la otra, de la que Jesús hablaba al buen ladrón crucificado junto a él en otra cruz, a su derecha.

Y que no hay más y que el Coronavirus y viejos sin coronar.

Germán Ubillos Orsolich

Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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