Como plaza no significa casi nada, como hecho social es revolucionario por cuanto supone de trasgresión de las normas. Es el gran teatro de la vida, donde todos, habituales y visitantes de un día, se funden en su papel de actores, aún sin desearlo ni saberlo, en la representación que cada tarde, al declinar el Sol, comienza de una manera nueva e irrepetible.
Allí están los aguadores que no dan agua, las prostitutas sin burdel, los limpiabotas, los cuentacuentos, los curanderos que no sanan, los descuideros que casi no roban, faquires y encantadores de serpientes, malabaristas que pretenden serlo, mujeres que decoran manos, transexuales y todos aquellos que buscan una moneda o lo que el turista quiera darles. Los otros actores, igual de necesarios para la representación, son ustedes, somos nosotros, los viajeros: gentes del primer mundo con economías para ellos impensables de alcanzar, que buscan exotismo, pasean su riqueza burguesa, sonríen y cuchichean ante el descaro de un travestido, y que con grabadoras de vídeo, cámaras de fotos o simplemente teléfonos móviles intentan plasmar lo que tienen ante sus sentidos. Pero será un intento inútil porque Jemma el Fna (pronunciar Yemá Efná) no puede encerrarse en un medio de grabación pues es un lugar para percibirlo y disfrutarlo, o quizás alguien aborrecerlo, con todos los sentidos. Incluido el del gusto, para el que este lugar también está preparado. No sólo en los cafés y restaurantes que lo circundan, iguales a los que el viajero puede encontrar en cualquier otro punto de Marruecos, sino en los chiringuitos situados en plena plaza que ofrecen a quienes se sientan en sus bancos corridos alrededor de la barra-mesa que rodea la “cocina” donde se preparan ensaladas, verduras, carnes y huevos preferentemente, o en los múltiples carritos que ofrecen zumo de naranja y frutos secos, de manera especial dátiles.
El viajero deberá dar una y otra vuelta alrededor de la plaza y observar a toda esa pléyade de bufones de uno u otro pelaje, los que intentan vivir y los que vienen porque les sobra para vivir. Allí descubrirá a la meretriz que muchos confundirán con una fundamentalista islámica junto a la que parece digna señora de honesta virtud, o al milagrero que ofrece sus remedios al sabio doctor.
Decíamos que allí se trasgreden las normas, especialmente las religiosas, porque en un país musulmán, que se den fenómenos descarados de transexualismo, homosexualidad y prostitución es para sorprenderse. Y todo ello delante de los encargados de velar por el cumplimiento de las normas, la policía de la “Sureté Nationale” y a la sombra de la gran mezquita, cuyo minarete, la Kutubia, es tan respetado que ninguna casa puede superarla en altura. No trate de entender a Jemma el Fna. Simplemente vívala, déjese arrastrar por ese algo tan especial y tan diferente que la envuelve y la inunda. Sea actor y sea bufón. Ayude a que el espectáculo del día que pueda disfrutarla roce lo perfecto. Que todo contribuya, también su aportación, a que el mundo al revés visto del derecho que es la plaza mantenga su encanto. Cuando regrese a su casa y a su quehacer diario, que siempre le quede en un rinconcito de la memoria que una tarde estuvo en Jemma el Fna. Y una sonrisa de felicidad se dibuje en su cara.