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Sombreros Montecristi, una joya artesanal

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Sombreros Montecristi, una joya artesanal

MONTECRISTI.- Las manos de artesanos humildes del Pacífico ecuatoriano tejen el glamour de ricos y famosos dispuestos a pagar hasta $35,000 por una de sus joyas, el sombrero de paja toquilla, el más fino del mundo en su estilo y con el que hábiles negociantes hacen fortuna.

Este accesorio terso y liviano cual la seda es conocido mundialmente como “Panama hat'' (“sombrero panamá''), debido a que miles fueron importados desde Ecuador para obreros que construyeron el Canal de Panamá a comienzos del siglo XX.

La prenda, fruto de una tradición centenaria y con clientes en medio centenar de países, ganó relevancia cuando el presidente de Estados Unidos Theodore Roosevelt la usó durante una visita a la obra.

“La gente se quedó admirada y lo convirtió en moda'', cuenta Rosendo Delgado, uno de los más reputados tejedores del sombrero cuyo verdadero origen es Montecristi, su pueblo, donde se confeccionan los mejores modelos.

Delgado, de 85 años y dedicado a este arte desde los 17, no oculta la molestia por ese equívoco, que a su juicio merecería una ``protesta'' oficial porque ``se están robando una industria'' que en el pasado empleó a casi todos los habitantes de Montecristi.

En su modesto taller y almacén, este hombre cuya familia teje desde hace dos siglos, evoca con orgullo que el sombrero Montecristi ha sido usado por otras personalidades como el primer ministro británico Winston Churchill y el mandatario estadounidense Harry Truman.

 

Su esposa, Victoria Pachay, 34 años menor que él, añade otros nombres como el del brasileño Joao Havelange, quien siendo presidente de la FIFA fue hasta su tienda para comprar un “súper fino''.

Uno de esos modelos, en el que se emplean las fibras más delgadas, cuesta US$800 en el taller de Delgado, pero en EEUU la cifra se multiplica por 25.

“Un gringo que antes venía aquí, vive en Hawai, dice que vende hasta en US$20.000 un sombrero. Son para personas especiales, un presidente, un rey, un artista de fama. Yo le vendía, se llama Brent Black'', asegura el tejedor.

En la tienda virtual del comerciante (brentblack.com), junto al rótulo “tesoros raros'', se ofrecen modelos hasta de US$35.000 como una variedad del Fedora Clásico, uno de los más apreciados. Otra de esas rarezas llega a costar US$7.500 y un “super premium'' $5.000.

 

“Los gringos compran sumamente barato'', reflexiona Delgado sin amargura sobre el abismo entre precios, que en casos más moderados va de los US$80 a los US$1.200 para una pieza adquirida en su tienda y vendida en Texas.

La brecha es todavía más amplia con respecto a Manuel Alarcón, un artesano de 76 años que provee a Rosendo y recibe US$200 por un “fino'' y US$300 por un “súper fino'', que en el estante de su amigo --dedicado ahora a la difícil tarea de curar los accesorios-- suben a US$500 y US$800, respectivamente.

Alarcón, que sólo ve por un ojo, emplea un mes elaborando un “fino'' cuando otros tardan tres meses, gracias a la destreza que desarrolló desde los diez años por iniciativa de su padre, que aplicó métodos como el castigo físico para que aprendiera a trenzar con las largas uñas de los pulgares.

Al final el alumno superó al maestro, dice este campesino en su rancho de tablas en el poblado de Pile, a 30 km de Montecristi, y lamenta que la tradición se esté perdiendo entre los jóvenes.

 

“Con US$200 (lo que gana al mes) no alcanza, por eso la gente ha salido'', afirma Alarcón, señalando que unos 300 pobladores de Pile emigraron en los últimos años a Venezuela, incluido un hijo tejedor.

La confección de un paja toquilla es compleja y empieza con el cultivo de la palma que dura tres años, explica Alarcón mientras teje en una difícil postura, de pie, apoyando el pecho sobre una horma de madera y un paño a un metro de altura, lo que no le incomoda.

Luego la paja es cortada, cocinada, secada, sahumada con azufre para blanquearla y escogida cuidando que el color sea idéntico, añade.

No obstante su edad y que la visión se les ha debilitado (Rosendo tiene una lesión en la córnea y cataratas), ninguno de estos sobrevivientes de la vieja guardia de “tejenderos'' piensa en el retiro.

“El sombrero es mi vida, ahí nací y ahí muero; llegará el día que no pueda tejer, y va a ser duro para mí. Me siento vivo tejiendo'', confiesa Rosendo Delgado.

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