Cuando ellos descendieron de las habitaciones con su pequeño equipaje y se fueron despidiendo de todos, tras darnos un beso a mi mujer y a mí, y según se iban alejando ella y su novio, quedé sentado, más bien semipostrado en la butaca blanca de plástico mientras la decía adiós con el pequeño clínex a modo de pañuelito blanco, ella se volvió varias veces a decirme adiós con la mano y fue entonces y no en otro momento cuando sentí de nuevo que mi hija me quería, esa sensación inefable, la más bella de todas, a través de la cual un padre experimenta el hecho de que a esa hija se la quiere más que a cuantas mujeres hayan pasado por su vida, y ella, la niña ya crecida, la sensación, la rara emoción de que su padre siempre será su padre, un hombre diferente a cuantos haya conocido, a cuantos hayan pasado, pasen y pasarán a lo largo de su vida.