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Opinión

La Vieja Pianola

La Vieja Pianola

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h

Durante largas horas, semanas, meses y años, ensayaba y tocaba en la enorme y negra pianola de la casa que mis padres tenían en la calle Alberto Aguilera, descansaba de ese modo de mis estudios de derecho y ciencias empresariales.

 

Ese piano, un “New York” era tocado magistralmente por mi padre y su hermana, la tía Pili, durante mi infancia; los dos tenían la carrera entera y lo hacían a cuatro manos, tocaban valses, tangos inolvidables, marchas, zortzicos, partituras de zarzuelas y fragmentos de óperas, de pronto saltaban y te salían con un chotis, era algo magistral, algo que nunca más he vuelto a conocer. Entonces la “clase media “, la burguesía acomodada, como se diría en las novelas de Thomas Mann, tocaban el piano, todos sabían tocar el piano, no tocaban el “ordenador” ni el “internet” tocaban el piano y esa era una actividad para los sentidos y para el espíritu inefable. Era rara la casa donde no había un piano.

Así entre asignatura y asignatura aprendí a tocar el piano, solo que “de oído”, claro, sin embargo mi repertorio era muy extenso y lo hacía con un ritmo endiablado del tal manera que en navidad o en fechas señaladas, cuando la casa se llenaba de familiares o de amigos me ponía a tocar el piano y a muchos de aquellos invitados les resultaba algo irresistible y se ponían a bailar. Sobre el brillante parqué encerado a golpe de pie, de bayeta y de aromática cera, se desplazaban las parejas al son de mi música mientras yo veía proyectarse sus imágenes como sombras chinescas. Debo de confesar aquí que sentía un placer intensísimo, muy superior al que sentiría años después al saludar en los escenarios de los grandes teatros al finalizar mis estrenos entre los aplausos del público. Y era así porque el piano era más mío, era quizá mi vocación oculta e íntima que nunca llegué desarrollar, mi vocación perdida, como tantas vocaciones de tantas personas que yerran sus carreras, que equivocan sus destinos.

Recuerdo la última vez que mi padre, muy enfermo de cáncer, se sentó ante el piano. Contemplé entre embelesado y conmovido sus manos finas y varoniles, ya muy delgadas, dispuestas a ejecutar. “ Ya no puedo ni con las teclas”, me murmuró. Sabía que estaba viendo la postrera interpretación de mi padre, el sonido que se alejaba con él para siempre, creo que nadie se dio cuenta, aunque había varias personas en la sala de estar, me di cuenta porque soy un artista y esas son las cosas tristes o maravillosas que jamás se nos escapan, en este caso “las penas de la vida “, como gustaba llamarlas mi amigo Antonio Buero Vallejo .

Ahora mi mujer, catorce años más joven que yo, ha comprado un piano Baldwin, es blanco y lacado, me dice que es idéntico al que tienen los presidentes americanos en la Casa Blanca de Washington, pero yo no me atrevo a tocarlo, me acuerdo de la vieja pianola, pianola sagrada de casa de mis padres, pianola que tocaban papá y la tía Pili, además este piano Baldwin es para la niña, para Martita que también aprende violín.
Al fin una mañana haciendo un esfuerzo sobrehumano, como quien corona el Everest o atraviesa la frontera de la muerte, me armé de valor y entré en la salita, me senté ante el blanco piano lacado, no sabía si ponerme a llorar o qué hacer, al fin lo abrí. Retiré la gamuza que cubría sus teclas y comencé suavemente a pulsarlas, era como si todo aquel mundo, aquella época entre los años sesenta y noventa del siglo ya pasado, resucitara bajo un nuevo sonido, un sonido más grácil, más leve, más agudo, seguí y seguí y seguí y cuando dejé de interpretar comprendí que ya nada sería lo mismo nunca más, siendo, sin embargo, muy hermoso.

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Fuente: http://www.elimparcial.es//la-vieja-pianola-106207.html 

(*) Germán Ubillos Orsolich es Abogado y Licenciado en Dirección de Empresas. Tiene numerosos premios de Teatro y periodismo y ha escrito varias novelas y obras de teatro.

 

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