En Bianche Saint-Vaast, en Francia, cerca de Bélgica, pisaron otros homínidos 100.000 años después, hace 230.000 años. Allí cazaban grandes osos. El esmalte de sus dentaduras los asemeja a los homí- nidos de la sima de los huesos, en Burgos, y de los de Visogliano, en Italia, cerca ya de Croacia, donde tenemos infinidad de restos, pero ninguna huella de pisadas humanas.
100.000 años más tarde, hace 130.000 años, alguien plasmó las terceras huellas de pisadas más viejas de Europa en Theopetra, en la Tesalia Griega, donde también han encontrado el muro de piedra más antiguo que se conoce.
El desierto de Nefud, en Arabia, cuenta con huellas de 100.000 años de antigüedad. Comparten su paso con elefantes, camellos, órices, caballos, búfalos.
Huellas humanas recorren todas las épocas y todos los lugares.
Siempre caminando. Andarines. De norte a Sur, de oriente a occidente. De sur a Este, en cualquier dirección de la rosa de los vientos.
Nuestro sino es dejar huellas de paso. Seres de paso. Caminantes abriendo camino. Incansables, curiosos, errantes.
Así lo sentí cuando hacía el camino de Santiago.
Así cada vez que paseo por cualquier lugar, anda que te anda, siguiendo caminos ya trazados, cam- biando el paso en las encrucijadas o abriendo nuevos derroteros por donde nadie antes pasó.
Dejaremos el legado de seguir caminando y las huellas de nuestro deambular.
De caminar sin término, sin destino final, como el Odiseo de Kavafis, como los guaraníes que bus- caban la tierra sin males, como los nómadas que siguen las rutas que la arena borra en el desierto, como los peregrinos que salen de sí a cualquier lugar guiados por las estrellas y por las leyendas.
Si (
No(
