Marcos Chinchilla nació hace 44 años en Villa 20, uno de los suburbios del sur de Buenos Aires. Allí sigue residiendo. Instructor de golf (en Argentina está más popularizado, no es un deporte vinculado a las clases altas) y miembro de la Mesa por la Reurbanización del arrabal, es uno de los líderes vecinales implicados en un proceso que debería cambiar su barrio para siempre. “Antes me avergonzaba de mi origen”, reconoce, mientras observa desde un puente el particular skyline de la barriada, configurado a través de viviendas inacabadas, como si estuviesen esperando que se coloque un nuevo piso sobre el último construido, lo que da a los bloques una sensación de temporalidad.
Las villas miseria o, simplemente, villas, son barriadas empobrecidas, tanto en la capital argentina como en otros departamentos, que alojan desde hace décadas a trabajadores y migrantes que, simplemente, no pueden pagarse otra cosa. Basta con pasear por las precarias callejuelas de Villa 20, en el distrito de Lugano, al sur de Buenos Aires, para comprobarlo. En Villa 31, Zavaleta o Villa 21-24 (considerado como uno de los núcleos urbanos más peligrosos de Argentina), la situación es similar. Aunque, es justo reconocerlo, no llegan a los niveles de los barrios de Caracas o las favelas de Río. Las viviendas, edificadas de modo desordenado, se levantaron en los años 30, durante la conocida como Década Infame. Como ha ocurrido en tantísimos procesos de urbanización basados en el éxodo del campo a la ciudad, cientos de campesinos llegaron a la capital buscando trabajo. Ante la imposibilidad de hacerse con un domicilio de modo legal, ocuparon el terreno y construyeron su casa. Unos tres millones de personas habitan en estas barriadas, lo que representa el 7% del censo.
Lugares de resistencia
No se puede reducir las villas a lugares donde se concentran las desigualdades sociales y la marginación. También son espacios de resistencia. Como cuando la brutal dictadura militar que dominó el país entre 1976 y 1983 trató de borrar del mapa los arrabales. “Estuvimos dos años fuera, expulsados, pero en cuanto los milicos se marcharon, regresamos”, explica Ángela Urquiza, vecina de Villa 20 desde hace décadas y madre de Kiki Lezcano, un chaval de 17 años asesinado por un policía en 2009. Tomando mate junto a su marido en una vivienda del sector 3, la mujer, símbolo de la lucha contra la impunidad de los agentes, bromea sobre lo inmundo del lugar al que les expulsaron los uniformados en el mandato de Jorge Videla, responsable de 30.000 desaparecidos. La historia demuestra que por mucha persecución que se perpetre, las comunidades siempre se apoyan. Y regresan. Así que, pese a que el 90% de vecinos de Villa 20 fue expulsado, muchos hicieron el camino inverso cuando la presión militar aflojó.
La precariedad es evidente. Faltan cañerías, el agua potable no llega a las casas y el tendido eléctrico está organizado por los propios vecinos, lo que provoca que decenas de cables serpenteen de casa a casa, como una gran tela de araña negra que conecta pisos y palos de madera. Las inundaciones cuando llueve y las instalaciones de dudosa calidad son fuente de accidentes. También de problemas de salubridad. Unas dificultades que se ampliaron con la victoria presidencial de Mauricio Macri en 2015, que ha abierto un ciclo de ajustes. Quienes más sufren sus consecuencias son las clases populares, que en 12 años de kirchnerismo habían disfrutado de planes sociales que, aunque no solucionaban su situación, sí eran un alivio.
Las desigualdades materiales no son el único problema al que se enfrentan las villas. Sus habitantes son estigmatizados, tratados de “vagos” o “negros”, como explica Pablo Vitale, licenciado en Ciencia Política y miembro de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ). El dogma dice que las villas son lugares “sin ley”, donde se extiende el tráfico de drogas y la delincuencia. Marcos Chinchilla cuenta, por ejemplo, cómo muchos vecinos deciden no dar su verdadera dirección cuando aspiran a un trabajo. “No conseguirían nunca el empleo”, asegura. La presión se extiende a los barrios colindantes, que han llegado a organizarse para hacer la vida un poco más difícil a los residentes en las villas. Ya se sabe que la lucha del penúltimo contra el último siempre ha sido un mecanismo eficaz para mantener el statu quo.
Pablo Vitale define el momento actual de estos enclaves: “Las villas están más atravesadas por procesos de urbanización que por resistencia a los ajustes; son procesos bien complejos de tensión, articulación y conflicto entre las organizaciones territoriales y el gobierno”. Su grupo participa, junto a organizaciones sociales y vecinos, en la plataforma que ha desarrollado un decálogo que trata de marcar el camino al gobernador Horacio Rodríguez Larreta, antigua mano derecha de Macri en la alcaldía de Buenos Aires.
No se puede olvidar que los últimos años de arrabales como Villa 20 vienen marcados por luchas que mezclan la organización vecinal con la pura necesidad. Marcos Chinchilla recuerda, por ejemplo, la ocupación del parque de la Independencia desarrollada por cientos de vecinos en 2010. Seis años después, la policía entró a sangre y fuego. Murieron tres de los nuevos residentes. La represión no fue obstáculo para que cuatro años después, en 2014, otro de los terrenos lindantes con la barriada fuese ocupado. Hasta tiraron de marketing para rebautizar el asentamiento como “barrio Papa Francisco”, confiando en una intervención de la Iglesia que no sirvió de nada porque terminaron siendo expulsados.
2018: los Juegos Olímpicos de la Juventud
Los próximos meses van a ser clave porque la alcaldía de Buenos Aires ha anunciado un plan para reurbanizar algunos de los núcleos más emblemáticos. Entre ellos, Villa 20 y Villa 31. Esto implicaría sanear las infraestructuras, colocar un alcantarillado y un alumbrado equiparable al de otros enclaves y, en definitiva, fusionar el arrabal con el entorno. También determinados traslados de las personas que residen en zonas que no van a poder mantenerse en pie. Claro que, después de tantos años de marginación, sus vecinos no se fían. En el caso del primer arrabal, según Chinchilla, la clave está en la proximidad de los Juegos Olímpicos de la Juventud, que se celebrarán en Buenos Aires en 2018. Parte de la infraestructura se sitúa en Lugano, el distrito de la Villa 20. Los vecinos creen que podría ser una buena oportunidad. Aunque también está la otra cara: la edificación de canchas y polideportivos, unido a los servicios que llegarían, podrían encarecer la zona. Y la legalización, si viene con un papel que garantice la propiedad, cambiaría el barrio para siempre. La obtención del documento, no obstante, debe ser el final de un proceso en el que lo fundamental es la participación ciudadana.
Chinchilla no olvida que el último proyecto supuestamente pensado para integrar la barriada en el entorno consistía en cuatro bloques de pisos que, en la práctica, tenían como objetivo invisibilizar el barrio. Lograron paralizarlo. Por eso confía ahora en que el momento de dignificar las condiciones de vida de sus vecinos esté cada vez más cerca.
Alberto Pradilla
La Marea
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