Desde el fondo del despacho, muy cercana, se divisa la imponente arboleda de ese cementerio tan grande, tan inmenso, tan majestuoso como es el de la Almudena, Hamlet, príncipe de Dinamarca, quedaría encantado de poderlo visitar, a mí también me encantaría entrar con Hamlet, dialogar con él, escuchar sus frases tan nítidas, tan profundas, tan sentidas, coger quizá alguna calavera o alguna corona de flores marchitas y secas y así poder filosofar, filosofar con él, sobre todo ahora que se han ido gran parte de mis seres queridos y solo queda el recuerdo, la lápida, el ciprés.
Pero el contraste si cabe más tremendo siempre lo pone Mena, mi amigo el marmolista. Él siempre me corrigió cuando iba primero con mi madre y con mi hermana y después solo con mi hermana y ahora finalmente solo, absolutamente solo.
Pero bien, a lo que vamos. Yo siempre le hablaba de nuestra tumba, de las letras y las fechas y los nombres para poner sobre el mármol y lo primero que noté fue como Mena me corregía, con sus ojos expresivos, sus cabellos largos y rizados y su barba pelirroja, mostraba entonces una expresión inquieta y añadía: “¡ah, sí, la “sepultura”, para su sepultura!”.
Desde aquél día Mena fue para mí “mi amigo el sepulturero”. Con su expresión, gestos y ademanes de enorme vitalidad, siempre que he acudido a verle a su despacho rodeado de mármoles, figuras y lápidas, me ha lanzado su fuerza tremenda y su desconcertante y curiosa alegría. Jamás he visto un hombre más alegre que el encargado de hacer las lápidas, los ángeles, las cruces e inscripciones para los ya difuntos. Su alegría contagiosa, su vitalidad, es algo que no comprendía, que no asimilaba, quizá una de las impresiones más fuertes que me han impactado nunca.
Aquél hombre era invulnerable, vivía de la muerte, de la mañana a la noche la tocaba, recibía a los deudos como yo apesadumbrados, tristes, nerviosos, muy nerviosos, como llegué el otro día con el convencimiento de que yo sería el próximo a no tardar; llegaba como en el filme de Hitchcok “Con la muerte en los talones”.
Pues bien, mi amigo el sepulturero me daba, me da siempre una lección imborrable, la vida eterna en este mundo, no en el otro, una especie de sol incandescente que jamás se apaga, rodeado de mármoles y de símbolos funerarios.
El otro día le encontré algo más serio, reía menos, su abdomen cada vez más prominente, su corpachón, estaban más estáticos. “¿Qué ocurre, Mena – le pregunté – cómo va el negocio?, “muy flojo” – me contestó – y después en un murmullo apenas audible – “esto se acaba”.
Sentí la mayor tristeza del mundo, la muerte se acababa, ¿qué sería de nosotros sin la muerte?, el negocio de la muerte también se acababa, era “la muerte de la muerte”. Sentí entonces un escalofrío verdaderamente mortal, miré horrorizado los árboles del fondo y lamenté más que nunca haber vivido tanto, haber sobrevivido a todos, haber tenido el castigo de contemplar el fin del mundo tal como lo conocieron y lo vivieron todos mis antepasados, todas las civilizaciones hasta el origen de los tiempos, hasta la edad de piedra y más allá de ella.
Si (
No(
