Los hombres actuales tenemos a gala la acción, somos activos y cuantas más cosas hagamos en menos tiempo somos más afortunados o envidiables.
Pero esto no es así. Hay una forma de perder la vida y es haciendo muchas cosas, y digo de perderla porque perdemos lo más sustancioso de ella, lo más hermoso, contemplarla. Contemplar la realidad tal cual es, contemplar el campo, las montañas, los pueblecitos, las flores silvestres. Y para disfrutar de todo esto es condición indispensable detenerse.
El negocio viene del término “neg–otium”, esto es negación de la actividad. Los negociantes se mueven presurosos con las lenguas fuera buscando dinero, fortuna o bienes, sin saber que a cambio de esto están perdiendo la vida.
¿Pero por qué esto es así?, porque la esencia del vivir es contemplar la vida, observarla con ojos asombrados o melancólicos.
Por eso la mejor cosa que podemos hacer en este mundo es detenernos. La escritora Simone de Beauvoir, publicó un librito que siempre llamó poderosamente mi atención, se titulaba “¿Para qué la acción?”, era el título pero en francés, claro, y era yo muy joven. Pero ahora que tengo más de ochenta años aún no lo he olvidado; fue como un aldabonazo en mi conciencia.
Detenerse a veces cuesta, no lo olvidemos.
Sí, pero para qué la acción, si lo más hermoso de la vida, lo más auténtico y profundo es contemplarla, el hecho de detenernos para poder paladearla, sentirla y observarla.
A la postura imprescindible para poder acercarnos un poco a todo eso la llamamos contemplar, y esa es la naturaleza de la contemplación. Para eso no hace falta ser monje, es solamente preciso ser sensible e inteligente, aunque esa especie de personas han abundado poco a lo largo de la historia de la humanidad.