Era alto, elegante y distinguido, de enorme parecido con el presidente francés Valery Giscard d´Estaigne, me trataba con Depamide un estabilizador, una especie de flotador que pretendía impedir tanto que me hundiese como que me elevara como un globo aerostático, pero parece ser que a largo plazo me generó parkinsonismo, enfermedad de la familia del Parkinson sin serlo. Al final este trastorno también se me corrigió, con lo que los galenos quedaron un poco a la altura del betún. No obstante del doctor Carbonell siempre guardaré un gratísimo recuerdo y mucha gratitud, me ayudó a independizarme un poco de mi dependencia familiar. Además de ser muy educado escuchaba muy bien al paciente, con mucha atención en su consulta privada de la calle Hilarión Eslava, 55.
A Carbonell le sustituiría Enrique Otero Mestre, un joven psiquiatra que atendía a los pacientes de una forma más cercana, pues siempre estaba a tu entera disposición telefónica, fuera, martes, domingo o festivo; mañana, tarde o noche. Últimamente le ha pasado factura y ha decidido no coger nuevos pacientes y seguir con los que tiene hasta que éstos envejezcan o mueran, suponiendo claro está que él no fallezca antes.
Carlos Carbonell coincidió en el tiempo con mis viajes a Suiza en tiempos de Sera y de sus amigas. A Suiza- bien trufado de pastillas - entré primero por la Suiza francesa, esto es por Ginebra y su lago Leman, donde residí varios meses, pues desaparecí por permiso médico de mi trabajo de entonces en el Ministerio de Obras Públicas.
De la Suiza de habla francesa en Ginebra pasamos a la Suiza de habla italiana, esto es a Lugano y Locarno, junto al lago de Lugano, donde el escritor y premio nobel Herman Hesse residió una larga temporada; y de allí terminamos en Zurich, en la llamada Suiza alemana o de habla alemana, lugares maravillosos rodeados de los Alpes inefables y de lagos transparentes formados por el socavamiento de los glaciares a lo largo de milenios.
Jamás olvidaré la “Suiza de mis sueños”, época dorada de la vida en la que yo frisaba los treinta y tantos años, la edad de Cristo, la edad de Thomas Mann”.