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Cuento: “La Columna del Bárbaro Gentil...”

Senderos de metal...

  • Por Carlos Morales Fredes*

Por Carlos Morales Fredes
jueves 05 de agosto de 2021, 22:26h
Senderos de metal...

05AGO21.- ¡Pecol! –La voz de mamá me espabila, sacándome de la modorra en que me había sumido el acompasado traqueteo del tren. Estamos por llegar a la estación Central. Papá dice que es un villorrio ubicado en la medianía del trazado ferroviario de Arica a la Paz. Que cuenta con una población que bordea los ciento cincuenta habitantes.

Noto entusiasmo en su voz, cuando agrega que está implementada con una maestranza capaz de solucionar, casi cualquier desperfecto mecánico, y que también es el sitio donde, tras aprovisionarse de agua y carbón, se hace el enganche de la locomotora que acerca los trenes a la frontera boliviana.

Fue allí, donde Alfonso –un fornido y bonachón amigo de mis padres– trabajador en el tren cooperativa, que abastecía de víveres las estaciones a lo largo del trecho ferroviario, me endosó el sobrenombre. En uno de sus periódicos viajes, a bordo de esa suerte de pulpería ambulante, que eran los vagones–almacenes, llegó con una colorida historieta, que ilustraba las aventuras de un vaquero del lejano oeste. “Pecos Bill”. Y por yo tener la cara cubierta de pecas, el sobrenombre calzó como anillo al dedo debido a la asociación de ideas. Más tarde, por ese afán de economía que acomete a todos a la hora de vocear a alguien, derivó en “Pecol”.

En adelante, nadie me llamó de otra manera, ya que el apodo, termina siempre imponiéndose al nombre de pila legítimo y bautismal.

Antes de Central, mi padre, de profesión “cambiador”, fue destinado a varios puntos del abrupto tendido ferroviario.

Nuestras errantes existencias transcurrieron así, entre diversas estaciones a lo largo de la línea férrea: Pampa Ossa, Puquios, San Martín y otros despoblados paraderos de la empresa, hasta que mi padre fue destinado a esa relevante estación del ferrocarril de esa época.

Luego de disfrutar de unos meses de libertad, que utilicé para explorar lo que me pareció un pueblo de proporciones, y conocer una cantidad increíble de niños, acostumbrado como estaba, a los sitios aislados y restringidos, fui inscrito en la escuela básica de Central.

El recinto contaba con dos profesores: la rubicunda “señorita Mariana” que, haciendo honor a sus ademanes eclesiásticos y porte de abadesa, ejercía la docencia como un apostolado, y el “chute Cavada” –profesor cuyo seudónimo se debía a su sempiterno traje– quien a juzgar por su ceño adusto y actitudes enérgicas no compartía los nobles postulados de su colega. Ambos se repartían la jornada pedagógica y los ramos lectivos. Para mi infortunio, matemáticas –asignatura que aborrecía– era dominio del “chute”. Sumar, para después restar, y multiplicar, para luego dividir eran, para mí, claros despropósitos.

Eramos diarios y temerosos testigos, de los punterazos que recibían los infortunados alumnos que no lograban resolver las operaciones de cálculo planteadas en el oscuro pizarrón de la escuela. Muchos de los alumnos ocupábamos los recreos y gran parte del tiempo libre, tratando de discurrir un modo efectivo de amortiguar los golpes del puntero.

Las soluciones iban, desde la simpleza de faltar a clases, pasando por la de llenar los bolsillos traseros con cartón, u otro elemento similar, hasta la más inaudita: estudiar. Esta última, proporcionada –en un claro caso de tontera iluminada– por el idiota de la clase.

De la señorita Mariana, no guardo una relación especial de recuerdos. Salvo el de su horrorizado semblante, cuando en una clase de jardinería, golpeé la espalda de un compañero de curso, con un azadón. El chico retrocedió unos pasos en el momento en que yo esgrimía la pesada herramienta, recibiendo el golpe de lleno. La indefinida suspensión de las clases al aire libre –en virtud de mi bárbaro desatino– impidió que el huerto de la profesora floreciera.

Por ser el menor y haberme criado junto a mis padres, era el “bebé”, y mi madre así me trataba. Para ella no era “Pecol”; era: su “bebé”. Y como tal me conducía.

Ella solía hablarme de una manera peculiar, distorsionando su propio lenguaje, para acercarlo al mío, contribuyendo a que mi lenguaje infantil se perpetuara. Por ello era que mis amigos solían preguntarme el número de calzado, edad u otra cosa, a la espera de recibir la invariable respuesta: “yo no sabo, mi mamá sabe”, provocándoles también una invariable risotada.

Mi penosa fama de llorón se acrecentaba aún más durante las temidas clases de matemáticas.

El pavor que me asaltaba ante la posibilidad de ser convocado a la pizarra, me hacía apelar a cuanta divinidad conocía, intentando el milagro de tornarme invisible o al menos minúsculo, tras el compañero que me antecedía

Mas, contrariando mi interesado fervor, y haciendo gala de una intuición que rayaba en lo diabólico, el “chute” acababa descubriendo siempre mis afanes ocultistas. Así –ya sea por falta de fe o simple desconocimiento– mi compungido trasero concluía adjudicándose los varillazos del siniestro educador.

Pero había otro tipo de enfrentamiento –al que me entregaba con entusiasmo de vándalo– que superaba con creces esa solitaria contienda. Las guerras peleadas a “muerte” entre pandillas, usando el producto de una planta que proliferaba en el lugar. Arrojados con la sola potencia muscular, los “cocos del diablo”, (frutos de la Higuerilla del tamaño de un limón, pero erizado de espinas), de allí su prosaico nombre, no llegaban a causar daño, cuanto más escozor. Y si el disparo era certero, proeza habitual debido a la pericia adquirida a fuerza de práctica, provocaba sólo algún lagrimeo acallado, prontamente, por las burlas del ocasional enemigo.

Había, entre los chiquillos pueblerinos, una marcada inclinación por los juegos que involucraran enfrentamientos. El pueblo ferroviario de Central se caracterizaba por ser un lugar rodeado de, pequeñas colinas y árboles; flanqueado por un par de quebradas, albergando la más profunda de ellas, el valle de Lluta, que se prolonga desde Arica, hacia el altiplano.

El entorno influía poderosamente en nuestras preferencias infantiles. Cualquier lugar era un castillo misterioso, un fuerte inexpugnable, un territorio a disputar a fuerza de armas y coraje. Los regalos más solicitados por los menores centralinos eran pistolas, espadas, rifles, etc.

Otro de nuestros juegos predilectos –ejercitado al amparo de la noche–, eran los ferrocarriles de lata. Para ello, debíamos fabricar locomotoras con envases de durazno y de un virulento licor boliviano llamado “Cocoroco”. Estos últimos, los recipientes más apetecidos por todos nosotros, ya que, por su disposición rectangular, eran indispensables a la hora de elaborar la cabina de los minúsculos trenes.

Por suerte no teníamos problema en hallarlos, ya que eran vaciados con espirituoso entusiasmo por los varones del pueblo.

Las numerosas filas de trenes de latón, con cirios en su interior, semejaban en las estrelladas noches centralinas solemnes procesiones a ras de piso

Una institución señera dentro del pueblo era el “Cité”, establecimiento donde se presentaban las veladas de fin de año y otros espectáculos que demandaran algún grado de solemnidad. Allí, con el trasfondo de un tupido bosque de artificio y un castillo de utilería, cuyos muros mostraban una ya decidida inclinación, se había presentado un mago, forzando a caminar sobre brasas de carbón calentadas al rojo vivo a un esclavo negro que –de esclavo y negro tenía lo que de caliente el carbón– para luego terminar haciendo bailar un huevo al extremo de un puntero, al compás de un desentonado e irreverente “huevo, huevito, huevón”.

Sobre esta vara, similar a la del “chute”, pero con un propósito más benigno, equilibraba un sinnúmero de objetos hasta arribar al calcáreo y frágil afán de gallos y gallinas el que, finalizado el acto, dejaba caer, demostrando que no había truco alguno, sólo magia simple y pura.

Pero de todas las vivencias, en ese inolvidable pueblo rural, la que permanece impresa de manera indeleble en mi memoria, es la del día en que realizamos el conjuro.

Aburridos, y luego de agotar toda la gama de juegos conocidos, nos dedicamos a imaginar los regalos que recibiríamos en Navidad. Ante nuestras protestas, –por lo lejano de la fecha– alguien sugirió anudar una pestaña a un cabello, y haciendo que todos sopláramos a un tiempo, lo liberó al aire, invocando en un extraño sortilegio a que: “el tiempo, volando se pasara”.

Hoy en día –sesenta años después de ese misterioso y mágico momento– no puedo dejar de pensar que, el hechizo, cumplió con creces su objetivo.

* Carlos Morales Fredes – Es un poeta, narrador, cronista, (1951) chileno, residente en la ciudad de Arica, en el extremo norte de Chile. Es socio fundador del Club de Lectura “Cuenta conmigo”. Columnista del periódico ariqueño “La Estrella De Arica", periódico en el que ha conseguido ser el columnistas más leído. Primer premio regional en poesía (1986). Premio especial prosa en concurso nacional de Empresas Denham (2008). Obtuvo en dos oportunidades el “Premio a la creación” del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes con sus obras “Ausenciando”, (cuentos, 2008) y “De Corín Tellado y otras novelas de bolsillo”, (novela, 2015). Es autor de “Crónicas de aeropuerto”, “El resucitador en serie”. Ha participado en numerosas Antologías: “Avisos desclasificados Vol. I”, “La Nueva Nortinidad”, “Catálogo de Escritores de Arica y Parinacota”, (Cinosargo). “Identidad y Pertenencia”, “Muestra Literaria de escritores de Arica y Parinacota”, (Cinosargo), “Antología De Los Extremos De Chile”, Arica–Parinacota, Magallanes–Antártica. Antología de escritores de Arica–Antofagasta, “Antología del Cuento Chileno vol. II”, (Mago Editores), 2016, “Los Diez Mejores Cuentos de Arica–Parinacota” (2018), Antología Binacional Arica–Parinacota, Chile. Madrid–Valencia, España. Su obra “De Corín Tellado y otras Novelas de Bolsillo”, ha sido incorporada por la Doctora Soledad Maldonado Zedano, a su cátedra en la Universidad San Agustín, Arequipa, Perú. (2019)

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