Henry Kissinger, el legendario armador del actual sistema de dominación mundial solía decir que “hacia donde vaya Brasil se inclinará toda la región”. No le faltaba razón a este genio del mal: la región anda a los tumbos y Brasil –su nave insignia- no sabe para qué lado agarrar. Sin orden ni progreso, navega a la deriva, con el palo mayor destartalado y las velas desquiciadas.
El miércoles 12 de julio el juez de primera instancia Sergio Moro (¡con plenos poderes!) sentenció al ex presidente Luis Inacio Lula da Silva a nueve años y seis meses de cárcel por un supuesto acto de corrupción en el que éste habría recibido un departamento de lujo a cambio de favorecer a un contratista, vivienda que, además, pertenece a la CaixaEconômica Federal.
La condena no sorprende, ya que Moro no se ha pronunciado no como un juez justo e imparcial, sino como un justiciero, desobedeciendo las normas del Estado de Derecho y del debido proceso legal. Todo deja al descubierto que no es sino una continuación y un intento de consumar la interrupción del orden institucional abierta con el golpe de Estado parlamentario contra la mandataria democráticamente electa Dilma Rousseff un año atrás.
Pero lo más preocupantes es que la sentencia, que ya fue apelada por Lula, también lo inhabilita para ocupar cargos públicos durante 19 años, cuando tendría 90 años. Tras el fallo judicial, el líder histórico del Sindicato de Metalúrgicos, de la Central Única de Trabajadores y del Partido de los Trabajadores (PT) reafirmó su inocencia y ratificó su voluntad de contender en la elección presidencial del año entrante, en la cual es señalado ampliamente como favorito por todos los sondeos.
Si la Cámara interviniente lo confirmara no solo iría preso sino que se acabaría su carrera hacia la presidencia. Habrá que ver si dicho fallo es condenatorio y si se produce antes de las próximas elecciones. De mantenerse los actuales plazos sería en una fecha muy cercana a las mismas. Por ello el nombre del candidato a vice de Lula será muy significativo.
Sérgio Moro está haciendo su parte en el golpe. En la guerra contra el ex presidente intenta enterrar la posibilidad de retorno de las políticas de igualdad social, distribución de la renta, desarrollo nacional y de inserción soberana, altiva e independiente de Brasil en el mundo que la elección de Lula representa. La prioridad de la oligarquía brasileña es impedir, por todos los medios, la presencia del ex presidente en la próxima elección. La decisión de Sérgio Moro es coherente con este objetivo.
Ya la presentación de la denuncia contra Lula por el equipo del procurador Deltan Dallagnol el 15 de setiembre de 2016 había sido un show mediático en el que mesiánicos fiscales con conducta panfletaria, se ocuparon únicamente de presentar a Brasil, en transmisión en vivo por la televisión, la teoría de que el Partido de los Trabajadores (PT) es una organización criminal y Lula, el “comandante supremo” de esta organización. Casi un centenar de testigos, varias pericias técnicas, laudos de investigación y documentos demostraron la fragilidad de las acusaciones del Ministerio Público.
El Lava Jato es una operación jurídica y policial desencadenada en marzo de 2014 con el supuesto propósito de investigar esquemas de corrupción instalados hace décadas en Petrobrás. La lucha contra la corrupción se ha revelado en realidad como un pretexto para el plan estratégico de liquidar al PT y herir mortalmente la imagen del ex presidente Lula. A medida que avanzaba el calendario electoral de 2014, resultó evidente que la operación del Lava Jato estaba siendo dirigida por fiscales, policías federales y jueces que tenían posición partidaria y manifestaban en las redes sociales su simpatía a uno de los candidatos, el opositor Aécio Neves, del PSDB.
Con el paso del tiempo, quedó claro que el activismo de los fiscales, policías federales y jueces estaba más relacionado con un proyecto de poder que con el efectivo combate a la corrupción. Lo cierto es que los sectores reaccionarios de la clase dominante brasileña nunca ocultaron la intolerancia histórica con las políticas de distribución de renta, de inclusión social y de desarrollo nacional soberano e independiente concretadas por los gobiernos progresistas y de izquierda.
Esta es la esencia de la elite nacional, siempre lista a destruir el Estado de Derecho, y atacar la Constitución y la democracia si es necesario, para sacar del poder a los gobiernos progresistas y populares, como se observa en la historia reciente del país: en 1954, llevaron a Getúlio Vargas al suicidio, en 1964 derribaron a Juan Goulart e instalaron la dictadura que duró 21 años, hasta 1985, y en 2016 desencadenaron el golpe a través del juicio políiticofraudulento de la presidenta Dilma, señala Jeferson Miola.
La elite brasileña promueve una guerra ideológica permanente. En 2005, Jorge Bornhausen, el oligarca que apoyó la dictadura y después habitó todas las coaliciones conservadoras que se sucedieron en Brasil desde 1985 a 2002 (gobiernos de José Sarney, Collor de Melo y Fernando Henrique Cardoso), dijo que era “preciso poner fin a la raza de los petistas”. Este es el marco histórico en el que se enmarca la condena del ex presidente Lula en primera instancia.
Moro es un actor clave en la estrategia golpista. Así como el 4 de marzo de 2016, cuando secuestró a Lula para obtener un testimonio forzado, y 12 días espués cuando interceptó y divulgó criminalmente conversaciones telefónicas de la presidenta Dilma para complicar el nombramiento de Lula para la Casa Civil. El 12 de julio de 2017 dio nueva muestra del sincronismo de su actuación con el emprendimiento golpista, agrega Miola, quien fue coordinador del V Foro Social Mundial.
En nombre de la democracia y la decencia
La declamada democracia liberal ha tocado fondo en América Latina. Todos la esgrimen como justificativo de sus acciones u omisiones, denuncian y buscan respaldo internacional y se erigen como impolutos defensores de sus sacrosantos valores.
Luego de las dictaduras, las guerras, los coroneles, los Planes Cóndor, las Escuelas de las Américas, los golpes de Estado, los desaparecidos y los asesinados, varios dirigentes populares llegaron, por las vías constitucionales, al gobierno. “Creímos ingenuamente que la derecha, representante política de los que siempre han tenido la sartén por el mango, se avergonzaría de esos años oscuros, recapacitaría y aceptaría las reglas de juego del sistema que decían defender”, señala el guatemalteco Rafael Cuevas.
El progresismo, la izquierda, llegó al poder y eso era increíble, imposible, inaguantable para las derechas vernáculas y sus mandantes. Había que corregir la plana, enmendar ese espejismo que cada vez más gente se estaba creyendo. Y a eso marchó la derecha latinoamericana, a corregir los entuertos en los que había caído la democracia que, sin ella, no es democracia; es otras cosa, cualquier cosa pero democracia no.
La derecha tiene mucha práctica en artimañas y descalabros; en manejar los vericuetos del Estado que ellos mismos fundaron y fueron construyendo –y que los gobiernos progresistas no lograron desarmar-; a través de un andamiaje clave para moldear las conciencias de la prensa hegemónica –los monopolios y oligopolios locales y trasnacionales- y soldados prestos (fiscales, jueces, policías) a defender esa democracia cacareada.
Y cuando nada de eso les funciona, patean el tablero enfurecidos, apelando a golpes suaves o duros, desestabilización financiera y económica, subversión del orden constitucional. Porque las instituciones –en países donde no se logró una reforma constitucional- les pertenecen.
Es una farsa todo eso de si esto es legal, democrático, constitucional o legítimo, porque lo que a la derecha le interesa es volver a apropiarse de los resortes que le permiten llenarse los bolsillos y explotar los recursos naturales de nuestros países para ellos y las empresas trasnacionales. A veces saben que con elecciones no lo lograrán, y entonces sacan la caja de herramientas del terror.
Muchos de los liderazgos “progresistas” entraron en el juego y ahí los tienen; Dilma fuera de Planalto por una movida sucia comandada por una caterva de corruptos que no le llega ni a los tobillos. Y ahora Lula condenado, mientras el jefe de los gánsteres brasileños se refocila en su sillón presidencial y gasta sus millones mal habidos.
El mismo Sergio Moro jugó un papel central en el golpeteo político que hace un año llevó a la destitución de Dilma Rousseff y puso al frente de Brasil al impresentable (entonces vicepresidente) Michel Temer, envuelto desde antes de convertirse en Yo el Supremo, en interminables escándalos de soborno y uso indebido del poder.
La lectura de la extensa manifestación de Sérgio Moro, de 218 páginas, es una pieza de acusación, lo que evidencia que no actuó como juez imparcial y justo, sino que asumió el papel de promotor de la acusación.
Además de distraer a la ciudadanía de los múltiples abusos del régimen de Temer, esta conjura para impedir que el PT vuelva al gobierno constituye un asalto al poder por parte de intereses oligárquicos y corruptos, empeñados en consolidar mediante un uso descaradamente mafioso de las instituciones el giro neoliberal que fue cuatro veces derrotado en las urnas por da Silva y Rousseff.
La administración del estado brasileño –a cargo de los políticos que rinden tributo al poder fáctico- tambalea. Al sistema de poder le interesaba producir algunos de estos cambios pero entiende que ya es hora de “normalizar” la situación, después que la mayoría de la dirigencia política está presa, condenada o procesada. Parece que ya han definido la persona que se haría cargo de esa “normalización”, sería Rodrigo Maia, Presidente de la Cámara de Diputados, un conservador de 47 años y sin experiencia ejecutiva, pero de confianza de los ejecutantes.
Michel Temer -el actual Presidente- quien reemplazara a Dilma Rousseff, cuando fue destituida, está acorralado y con escasas posibilidades de sobrevivir en su cargo. Esta semana el Senado dio media sanción a una Ley que flexibiliza el derecho laboral, quitándole derechos a los trabajadores, Temer -con ello- le está prestando uno de sus últimos servicios al sistema y está en condición de ser descartado.
Hace un par de semanas el Fiscal General definió el futuro de Temer, lo acusó por corrupción. Con ello quedó en manos del Supremo Tribunal Federal, el momento y la decisión para ponerlo fuera de gobierno.
El mismo verso
Frente a este entramado local no puede obviarse un inocultable componente geoestratégico en el que intereses foráneos buscan desterrar de manera definitiva el proyecto nacionalista, de redistribución de la riqueza, y de cooperación e integración que los mandatarios emanados de la lucha social echaron a andar en la mayor economía del subcontinente. El triundo electoral de Mauricio Macri y el golpe en Brasil hicieron posible comenzar el proceso de desintegración regional y de sumisión a los tratados de libre comercio.
Para el diario mexicano La Jornada, resulta inevitable trazar un paralelo entre la conspiración judicial y legislativa en Brasil y el intento de desafuero contra Andrés Manuel López Obrador, impulsado sin el menor recato legal por el presidente panista Vicente Fox cuando el entonces gobernante de la Ciudad de México encabezaba todas las encuestas rumbo a las elecciones de 2006.
Al igual que sucede en la persecución contra Lula, amplias franjas de la clase política y la práctica totalidad de los medios de comunicación brindaron entonces apoyo entusiasta a una acusación construida sobre bases fraudulentas y sin mínimo sustento jurídico.
Más allá de las evidentes irregularidades en el caso Lula, a escala regional asistimos al creciente recurso, por parte de grupos de intereses ilegítimos e inconfesables, de las vías judiciales para excluir de los procesos electorales a fuerzas de diversos signos, pero que comparten la aspiración de modificar el modelo económico depredador imperante. Esta práctica, incontestablemente espuria y vergonzosa, supone una obstrucción de la institucionalidad democrática que desvirtúa lo judicial y lo electoral con el fin último de remplazar la voluntad ciudadana por los juzgados.
Habrá que analizar esta “fiebre de honestidad” que ha atacado a la Justicia de la región, que también llegó a Perú, donde se ordenó la detención del ex Presidente Ollanta Humala. Esta actividad de la Justicia no está mal, pero lo hace sin meterse entre sus causas: la relación estructural entre nuestros sistemas de poder institucional y su financiamiento político; el modelo económico imperante y la corrupción.
Juraima Almeida - CLAE (Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico)
Pressenza IPA
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