Después de haber almorzado me he echado un rato la siesta y he soñado que era joven y corría apresuradamente a llevar el texto de un artículo a uno de mis diarios.
Subía escaleras y las bajaba, veía redacciones y pasillos, me decían frases en el fondo poco inteligibles, pues claro, estaba durmiendo. Me admiraba la belleza de alguna periodista y recuerdo la esbeltez de sus piernas. Con eso queda dicho el hecho acerca del erotismo reinante en los sueños, pues como decía Sigmund Freud, de él se alimenta la realidad.
Creo recordar que alguien explicaba que el amor, la muerte y el paso del tiempo, eran la esencia de toda mi dramaturgia. Él o ella, quien me hablaba, añadía: “No amigo, es el amor y la muerte la esencia de todo, y si me apuras más el amor, pues el amor es el secreto de la existencia, engendra todo y puede volar más allá de la muerte”.
Al final de mi sueño descendía apresurado por las escalinatas que muy bien pudiesen ser la de los Nuevos Ministerios, lindantes con el paseo de La Castellana de Madrid; y en ese momento me encontraba – casi me echo encima – con mi amigo y compañero Jesús Figueres; sí, a todo color y en plena juventud.
Él me preguntaba que qué hacía yo por allí, y yo le respondía a él en la misma medida . Y estábamos así, en esas, cuando me he despertado de pronto, feliz y conmovido.
Al instante, entre perplejo y atontado, me he dado cuenta de que todo era un sueño y que yo era yo; esto es, un hombre entrado en años pero bien de la cabeza, en la obligación de reinventar y dar sentido a mi vida, a lo que queda de ella. Y es por eso lectores, que he ido hasta el salón y me he puesto a escribir este breve artículo.
Ojala que la muerte sea como el despertar de este sencillo sueño. Apelo una vez más al Dios de mis padres, que en su misericordia haga fácil o llevadero ese viaje, ese tránsito hacia el más allá de este “sueño terrestre”, hacia ese otro mundo en el que queremos creer aunque no lo hayamos vislumbrado ni en sueños, claro.