Mi Madre me lo contó

Por tanto, mi pasión por la literatura se la debo, fundamentalmente, a mi madre y a los paisajes de mi infancia, paisajes abruptos y desoladores donde el granito siembra de fantasía la imaginación infantil y en los días de invierno, enfrentarse a las luces y a las sombras que conforman las piedras, el corazón se encoge y los sentimientos se hacen casi místicos.

Todo tenía cabida en este territorio remoto, aislado, apartado de cualquier vía de comunicación, donde el amor y el odio, la bondad o la maldad, el crimen o la generosidad acontecían con absoluta impunidad.

Cuando se leen los relatos de García Márquez, por ejemplo, se tiene la sensación de vivir realmente los sucesos que acontecieron en aquellos lugares de la infancia del escritor. Su magistral prosa resalta los hechos de tal forma que, los mismos, cobran incluso más relieve en el libro que en el momento en que sucedieron. Aún siento un estremecimiento de horror al recordar las últimas frases de la novela “Crónicas de una muerte anunciada” donde García Márquez describe la muerte del protagonista a manos de aquellos dos hermanos que querían salvar la honra familiar y que, tan importante narración hace el autor de aquella muerte que casi se pueden ver salpicadas de sangre las páginas del libro.

Viene esta introducción, a que en todos los pueblos del mundo han acontecido historias que merecen la pena ser contadas como lo han hecho el citado García Márquez, Vargas Llosa o Camilo José Cela entre otros.

El arte de pensar es arduo pero el arte de escribir lo es mucho más y se puede añadir que el arte de decir, de narrar con viva voz, cualquier suceso que se ha vivido o que nos han contado es, si cabe, mucho más difícil todavía. Al menos lo es para mí. En la oratoria fácilmente se olvidan datos, palabras, expresiones, que hacen que cualquier relato resulte pobre o ramplón.

Mi madre era una de las pocas personas que he conocido que tenía una facilidad asombrosa para contar historias. Las contaba de tal forma que se vivían realmente.

Cuando éramos muy niños mis hermanos y yo, recuerdo que mi madre nos sentaba en torno a ella, sobre todo en las noches de invierno y nos contaba los cuentos que le habían contado a ella sus abuelos y a la vez nos relataba historias reales que habían sucedido en su pueblo y que ella había vivido.

Todo lo describía con gran lujo de detalles, sin omitir absolutamente nada por insignificante que fuera. Todos los relatos los acompañaba de gestos, de expresiones, haciendo alarde de una mímica magistral. Imitaba perfectamente las voces de todos los personajes, unas graves, otras agudas, otras susurrantes. Nosotros la escuchábamos siempre boquiabiertos mientras visualizábamos a los personajes y, al mismo tiempo el paisaje, masas informes de granítico a las que la caprichosa naturaleza les había conferido formas amenazadoras, formas monstruosas que se nos antojaban animales prehistóricos que vivieron en épocas muy remotas y que se fueron extinguiendo a través de milenios.

A veces, para mantenernos con el alma en vilo solía hacer una pausa para que saliéramos a corretear por la calle o para merendar mientras ella hacía sus quehaceres. Cuando le parecía volvía a llamarnos para seguir. A veces, también, lo dejaba para el día siguiente haciendo poco caso de nuestras protestas.

Todavía bulle en mi mente un crimen que aconteció en el pueblo de mi madre cuando ella era muy pequeñita y que, imagino, la marcó durante mucho tiempo como ella consiguió que nos marcara a nosotros, sus hijos, oyéndola hablar. Como me marcó a mí, particularmente, que la he ido transformando, primero en relato, en verso y ahora en teatro.

Así comenzó mi madre aquella historia que yo convertí en pieza teatral, de la que os dejo aquí el comienzo de la misma para conmemorar el día Mundial del Teatro que celebramos hace unos días.

Así nos lo contaba mi madre:

“-Vivía en un caserío, en la vega del río, un matrimonio, ya viejecito, con una sola hija, soltera. Era muy piadosa, como le habían enseñado sus padres a serlo. Todos los días acudía al rezo del Santo Rosario a la iglesia del pueblo que se hallaba apartada de donde vivían a tres kilómetros. Para llegar hasta el pueblo tenía que salvar un largo trecho, oscuro, tortuoso y lleno de matorrales y zarzas. La carretera tenía muchas curvas y alargaba bastante el camino.

“-Una tarde, como tantas otras, la joven acudió al rezo del Santo Rosario. De regreso y como ya había anochecido, decidió atajar por el camino que tan bien conocía. No había más iluminación que la que proyectaba la luna. A esas horas ya no pasaban por la carretera ni coches ni carruajes.

“- Presurosa, acudía a su casa con ganas de llegar para calentar sus manos en la lumbre. Al ir aproximándose a la casa se dio cuenta de que algo anormal sucedía. No vio la mortecina luz que se filtraba como otras veces a través de la ventana de la cocina. Tampoco vio el humo escapándose por la chimenea.

“-Un temor repentino hizo que sus pasos amainaran la marcha. Silenciosa llegó a la puerta de la casa. Estaba abierta. Los perros no ladraban. Todo era silencio. La joven dio dos pasos más y tropezó con un bulto que había en el suelo. Se agachó y pudo tocar el cuerpo de una persona que yacía en el suelo……”

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La historia sigue, pero no quiero continuar porque esto sólo es un esbozo, un recuerdo por el Día Mundial del Teatro. El resto puede leerse en mi humilde pieza teatral “La muerte de los cartones”, “Editorial Visión Libros”: Concha Pelayo.