Era el joven sacerdote hispanoamericano, mi amigo, que me cantaba cancioncillas durante la eucaristía y que tanto me agradaban. No obstante era humillante recibirle así, en la cama. Claro que pensándolo bien la flagelación del Señor y su crucifixión ante tantas personas, debió de ser aún más ignominiosa.
Últimamente pensaba más en las siete palabras y en la cruz, que en la hermosa noche de paz y de amor de la natividad. Fue quizá ésta una de las lecciones más importantes de mi vida, si no la más tremenda.
Nada de estar elegantemente vestido sentado en mi trono; la butaca roja que compró mi mujer.
El Señor llegaba tras su muerte y su resurrección bajo la forma de una fina oblea de pan blanco, y como él decía “el que no come mi carne ni bebe mi sangre no tendrá vida eterna, y no vivirá él en mí ni yo en él”.
Tenía que comprender que el Hijo del Dios del universo, creador de los cielos y de sus miles de estrellas que hay él, y de la tierra rocosa y multiforme. Tenía que comprender que venía para servir y confortar a los más humildes, a los ancianos, a los enfermos, a los desheredados y a los niños indefensos.
Recibir al Señor del Universo metido en la cama como una indefensa hormiga, como el ser más miserable que imaginarse pueda, fue para mí en principio indecoroso y humillante, pero sin embargo terminó siendo una gran lección que aún no he conseguido asimilar. Me queda aún mucho por aprender y por reflexionar. A mis casi 80 años creo que aún me falta por aprender o mejor por experimentar qué hago aquí y quien soy.