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OPINION

Chile y sus terremotos

Chile y sus terremotos

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Quizás sea el mas antiguo de todos los slogans, la primera frase que tomó conciencia de su resonancia. Organizó religiones, políticas, ideologías, economías, guerras, libros, novelas, filmes, sectas, etc. El fin del mundo pareciera ser más anciano que el mundo mismo.
Si el terremoto de Haití despertó la solidaridad, los rezos y los lamentos de todas las republicas repartidas por el orbe, esa voz inútil que no se convence ante la desigualdad pero que la celebra secretamente como condición de posibilidad del ser-demócrata, el terremoto ocurrido en Chile nos ha recordado que el fin del mundo es un verdadero goce humano.

Son varios los síntomas. Las noticias volaban por el mundo, anunciando tsunamis por todas partes. Desde entonces hasta hoy, pasando por la gran réplica que nuevamente remeció al país el 11 de marzo, previa a la ascensión de Piñera (no podía ser de otra manera), el significante que más ha resonado en el aire, el más usado, es precisamente éste: tsunami. Y en efecto, el tsunami es un fetiche universal. Es una especie de producto, un objeto fabricado, una mera imagen que funciona como dispositivo de asombro y coerción, espectáculo y terror, miedo proyectado, consumo de acontecimientos, de tragedias, catástrofes: si el mundo se acaba, se acabará, entre otras cosas, con un tsunami: una buena oferta para el fin del mundo. Es mas atractivo y familiar que una guerra nuclear, pues el hombre, hoy demócrata y republicano, con toda una historia reponiéndose frente a la adversidad, no puede ser victima de sí mismo, sino de lo otro, del mundo, del universo, de la vida.

El tsunami es tan parecido a una Coca-Cola como al Terrorismo: un producto, claramente; una mera palabra que carga con una combinación que al libre mercado encanta por su eficacia: placer y culpa; belleza y muerte. Histeria, más que paranoia y neurosis. Una ola gigante, hermosa, magnificente: el mar expresándose como nada antes lo ha hecho, casi un poema, una película de Spielberg, un afiche de Warhol. Pues ¿cómo explicar que, inmediatamente después de la sacudida en Chile, las primeras informaciones que se leen en las paginas del mundo, hablen de tsunamis en Japón, Hawai, la Polinesia Francesa?
El periodismo y la publicidad internacionales no tardaron en plastificar el desastre. Pues si, fue un desastre. Tsunamis anunciados por todos lados menos donde realmente ocurrieron: Constitución, Talcahuano, Juan Fernández, Dichato… Olas no azules, sino grises; no magnificentes, sino desordenadas, sucias, dislocadas, grotescas: barro, desamparo, destrucción, dolor, muerte. El producto, cuya condición es no hacerse nunca real, lo hizo, allá en Chile, ese pequeño país que se siente orgulloso hasta de sus terremotos, sacrificándose hasta el dolor mas duro para ser parte del mundo.

El imaginario se rompe, cual espejo, al momento de advenir lo real. Pero pasa que sólo se rompe para algunos: los que realmente sufren los daños, las heridas, las muertes. Diremos: no los países, sino las personas. Por ello, lo imperdonable es que para el gobierno de Chile y, en el fondo, para todos los gobiernos, la gran víctima a quien se debía proteger era la economía. Si el tsunami no se avisó a tiempo; si las cifras eran equívocas; si Bachelet negaba en un principio la ayuda internacional, era porque –histeria- no se podía dar al mundo la imagen de un país «emergente» con su suelo resquebrajado.

A la inversa, la réplica de 7 grados del 11 de marzo fue seguida de una alarma inmediata de tsunami, el cual nunca ocurrió. Sin embargo, no hizo sino demostrar la ineficacia de un país para hacerse cargo realmente de eventos como éste. Es más, la preocupación sigue siendo la economía, la publicidad, mantener los ojos del mundo atentos. Y nuevamente son las personas las que deben cargar con las consecuencias de las especulaciones a gran escala. Todos encaramados en los cerros de Valparaiso, arrancando, con temor, ese de verdad. ¡Que verguenza, estimados! No hay respeto por aquellos que vieron irse a sus seres queridos. Un plasma pareciera tener más valor que una persona. La propiedad privada, señoras y señores… es ella la gran victima. La movilización de los militares tuvo ese objetivo, proteger refrigeradores, televisores, supermercados. Las primeras palabras de nuestro presidente entrante fueron precisamente éstas: militares, estado de sitio, de excepción. Increíble. La repetición nefasta, la enfermedad. La tragedia adquiere sólo un valor de utilidad, una instancia de especulación y aplicación. La oportunidad. Pero nadie quiere hacerse cargo de la realidad. Ésta queda impregnada en el corazón de las personas, como siempre. Tan profunda y horriblemente impregnada. Chile es un país que obliga a su gente a guardar duramente sus pesadillas, sus penas, sus dolores. Sus tsunamis, esos que realmente ocurren. No hay posibilidad de sacarlos, eso merecería un castigo, el exilio, la indiferencia. Tapar, cubrir, pues si nos mostramos como somos, nos irá mal en el mundo. Tapar la grieta con publicidad, saturación de imaginarios, militares, presidentes, programas de televisión, gritos de alineación nacionalista… ¡Qué horror! ¿No será éste más bien el fin del mundo? ¿Programado y deseado desde siempre?
Chile es un país triste que aún no se repone a una dictadura horrenda. Todas las penas son comprimidas por un aparato enorme, los militares están en nuestro interior, cuidando que todos esos dolores no se muevan un centímetro de nuestros corazones. Que se queden ahí, estáticos, que no molesten al mundo. Ni siquiera un terremoto de tamañas proporciones los va a mover.

Rescato una imagen, la de un amigo, extrañamente lúcido y corajudo, sorprendido por el terremoto en un bar. Inmóvil aunque rodeado por el temor colectivo, permaneció ahí, decidido a quedarse hasta que su cerveza acabara. Pensaba él –creo- que el mundo ya se había acabado, hace mucho tiempo. Comprendo su desgano. Finalmente ya no cree que algo se esté moviendo realmente. Ni que se vaya a mover. Está todo tan vigilado y desgastado, tan cubierto, es tanto el peso en nuestros espíritus, en nuestros cuerpos, que ni siquiera esta sacudida pareciera, para muchos, ser de verdad. Por el contrario, anuncia el advenimiento de nuestros peores fantasmas, esos que nunca se fueron. Piñera entra con terremoto y militares. Con frases que creímos nunca más volver a escuchar. Anuncia ya varios años de lo mismo: guardar y callar nuestras experiencias, nuestros dolores, nuestros recuerdos. Movernos siempre en la fantasía, la de pertenecer al mundo, a costa de lo más real de nuestras pequeñas historias. Pues precisamente son estas pequeñas grandes historias las que no tienen precio alguno. No entran, por tanto, en la bolsa de valores. Dicho de otra manera, no están en mente de nuestro actual presidente, así como tampoco lo estuvieron para sus precedentes. Como dice una creencia neoliberal: “The show must go on”.

Y así, conciudadanos y no conciudadanos, el fin del mundo pareciera no ser tan preocupante para las repúblicas todas pues, precisamente, el show debe continuar. Un publicista no cree en sus slogans: es esa su habilidad.
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