22FEB17.- Pareciera que este verano el destino nos desafiaba a no tener vacaciones, pero finalmente le arrebatamos 11 de los 14 días planeados; y con eso nos bastó, tomando en cuenta por todo lo que pasamos.
Primero fue la romántica motivación de ir en tren al Sur hasta Chillán y luego en bus a Concepción, truncada después de 5 horas de viaje, por el sinnúmero de incendios forestales (de los cuales estoy seguro, nunca se divulgarán sus reales orígenes) los que destruyeron más de 450.000 hectáreas de bosques, campos, poblados e ilusiones. Con una secuela de 11 muertos, e innumerables pérdidas naturales, materiales, animales, lugares de trabajo y hogares.
Y en el mismo día que nos fuimos, (luego de un cariñoso almuerzo en la casa de un primo) otras 5 horas de vuelta desde Chillán. No había pasada hacia Concepción. El nuestro era un tren que escapaba del fuego, como en la más dramática película hollywoodense de terror.
Ya de vuelta en casa, nos armamos de valor y paciencia, para reorganizar nuestro nuevo y resiliente escenario veraniego.
Y al cabo de 3 días nos dirigimos a Viña del Mar; en donde nos recibieron grandes marejadas que hacían imposible disfrutar del borde costero; 4 días mirando el mar con respeto, desde lejos y con ninguna posibilidad de acercarnos a la orilla. La autoridad era implacable, tanto así que determinaron el cierre de algunas calles aledañas.
Incluso, para agregar sinsabores, el deseo de almorzar ese primer día en un muy buen dato que nos habían dado, nos hizo llegar hasta Concon, para encontrarnos sorpresivamente con un letrero en la puerta del restorán que decía: “No se atiende los lunes”. Al final, almorzamos en otro lado, cerca de las 16 horas, mirando el mar… pero comiendo cazuela.
A esa altura era fácil suponer que éramos marionetas puestas a prueba ante maquinaciones del destino.
Pero había más, el primer día en Viña lo terminamos en una farmacia, por presentar nuestro hijo un cuadro febril con un marcado decaimiento.
No obstante, la sonrisa no desaparecía de nuestros rostros (cuando creo que otros ya habrían abortado la contrariada misión vacacional).
Y así iniciamos un nuevo día. De cara a la vida y al destino. Nuestro hijo ya recuperado y ávidos de buenos momentos, recorrimos el centro de la ciudad jardín, ideando una ruta gastronómica para los días venideros. Además una noche fue gratísima la cena en casa de un compañero de la universidad y amigo por siempre.
Luego, al cabo de 4 días, nos dirigimos a nuestra próxima base de operaciones; Papudo.
Fueron 6 días no exentos del ya aceptado reto del destino.
A nuestra llegada, pudimos comprobar que las llaves del departamento que habíamos arrendado en aquel condominio, no se encontraban en la conserjería, según lo acordado. Nos enteramos varios minutos después, que por un olvido de la persona responsable de ellas, iban a bordo de un auto, que en esos momentos iba llegando a Curicó.
Ya a esas alturas mi incondicional amada y mi (extrañamente) muy contenido hijo, sólo me miraban… menos mal que no me hablaban.
Por suerte surgiría la existencia de un segundo llavero, que llegó a nuestras manos a las 22:45 horas, él que resignados esperábamos desde 7 horas antes.
Pero en fin, con eso llegó el relajo; y las buenas vibras no nos abandonaron más (a pesar de un fuerte temblor) hasta el último día, en que crujientes presas de pescado frito (cocinadas con maestría por una querida prima) nos indicaban que nuestro veraneo había llegado a su fin.
Unas inolvidables y muy particulares vacaciones que tuvieron de todo: incendios, marejadas, temblores; pero por sobre todo, paciencia y buen humor… sólo así, se le puede mandar al destino “a buena parte”.