Cada frase de don Miguel es todo un tratado filosófico, un tratado lingüístico y literario. Saboreo su lectura, tanto, y más, que, la de Juan Manuel de Prada, al que también leo este verano en su obra: “Mil ojos esconden la noche”.
Aunque quisiera comparar a ambos escritores, hay un no sé qué, que los diferencia; tal vez sea la época, tan distante la una de la otra, tal vez sean sus personalidades. La literatura de don Miguel es culta, refinada, de un riquísimo vocabulario que se va descubriendo con alegría y hasta con agradecimiento, si cabe. Se aprende, en definitiva, que de eso se trata. Se detecta, incluso, cierta sencillez y hasta humildad; sin que el lector se siente avasallado ante tanta sapiencia.
Sin embargo, cuando se lee a Juan Manuel, erudito donde los haya, barroco y rebuscado en sus planteamientos, arrogante incluso, una tiene la sensación de que nos está dando sopa con honda con su verborrea de adjetivos inteligentemente elaborados, como rebuscados y sacados del castellano más rancio. Juan Manuel transforma verbos y adjetivos a su antojo, en una suerte de terminología escatológica que divierte a los más osados, desde luego, pero que intimida a los más refinados y dandis. A Juan Manuel no le importa escribir: mear, cagar, follar…y lo ratifica incluso diciendo que la literatura, hoy en día, es pacata, timorata, que hay cierto pudor en hablar de esas necesidades que todo hijo de vecino tiene, desde el papa, hasta el rey o hasta nuestro vecino del quinto. Digamos, por Dios, y escribamos mear, cagar y follar y no pasa nada. La escatología no es ajena a la literatura.
¿Que a qué venía todo esto? Pues venía, a que los domingos suelo escuchar a Juan José Millas en un programa de radio filosofando de la vida. Al artista zamorano José Luis Alonso Coomonte, su madre le decía cuando era niño: “hijo mío, tú, de cualquier cosa, serás capaz de hacer una obra de arte”. Y, efectivamente, al pie de la letra el artista hizo caso a su madre, pues como Dalí, transformaba cualquier objeto culinario en algo espectacular. Ejemplos, a montones.
Pues bien, a Millas le ocurre, como a estos artistas, pero con las palabras y con las ideas. Llega a la emisora cada domingo a enfrentarse a Javier del Pino, un sofisticado periodista muy americanizado porque su vida se ha desarrollado en los Estados Unidos y ambos inician una conversación que arranca desde lo más pueril, pero que la imaginación filosófica de Millas; y calenturienta como la de Juan Manuel, la convierte en algo extraordinario, tanto que una se descubre a sí misma reflexionando sobre la obra de arte que es el huevo de gallina, por ejemplo. A nadie se le hubiera ocurrido, hasta Millas, hacer todo un ensayo filosófico del huevo, toda vez que sale de un animal tan simple y bobo como es la gallina. Al menos así consideramos a esta ave tan carente de glamour, si la comparamos con el pavo real, por ejemplo, aunque, vete tú a saber.
Cuando acabó el programa dediqué parte de la mañana a reflexionar sobre la gallina y su simple existencia lo que me llevó a comparar la vida que llevaban las gallinas en casa de mis abuelas, que se pasaban el día picoteando en los excrementos del ganado para extraer granos de trigo o cebada, felices ellas, todo el día al aire libre; con esas otras pobres gallinas que se encuentran en esas naves, abarrotadas de sus congéneres, alimentadas artificialmente y con luz artificial. Pobrecitas. La verdad es que siempre ha habido clases.
Nuestra mente es muy veleidosa y poderosa; nos lleva por derroteros inverosímiles. Debemos prestarle más atención.