Opinión

La Resonancia

Opinión:

Concha Pelayo (*) | Miércoles 19 de noviembre de 2025
18NOV25 – ZAMORA.- Llegué puntual al hospital. Exactamente a las 5,45 de la tarde. Planta primera, puerta B. Los pasillos completamente en silencio, vacíos. Seguía pensando en cómo se les ocurría hacerme la prueba en domingo. No tenía sentido. O quizás sí. Los médicos padecen una precariedad salarial grande y los extras en domingo se pagan bien, pensé. Un extra para añadir al sueldo.

Al momento apareció una enfermera. Hice el gesto de entregarle el volante que llevaba en la mano, pero no lo cogió.

Pase a la cabina 2 y desnúdese de cintura para arriba; quítese todo lo que lleve metálico. Miró mis manos y dijo: anillos, pulseras y cadenas fuera.

Me quité mis tres anillos, los pendientes y la pequeña cadenita que llevaba en el cuello y esperé dentro de la cabina con la bata que me entregó, abrochada a la espalda. Le dije a la enfermera que estaba algo acatarrada y la habitación estaba fría, destemplada. No se preocupe, la cubriré con una sábana.

Una vez fuera de la cabina me pidió que me colocara en el tubo blanco y plastificado, como un ataúd. La última y única vez que me habían hecho una resonancia fue hace más de 40 años y solo recordaba los ruidos y los golpes; como los que se oyen en una obra donde hay martillazos, pitidos, ruido de sierras, etcétera…

Entonces yo no pensaba en la muerte como ahora. Los años mandan y a los 80 se ven las cosas de muy diferente manera que a los 40.

La enfermera empujó la camilla donde estaba colocada hasta que el cubo blanco, como un ataúd, cubrió completamente mi cuerpo. Abrí los ojos y me di cuenta de que no había más de diez centímetros los que separaban el techo de mi rostro. Me vi de pronto en mi caja mortuoria. Y recordé a mi abuela, y posteriormente a mi madre cuando las contemplé dentro de sus ataúdes. Ambas vestían con un sudario blanco rodeadas del acolchado también blanco de la caja.

Recordé que hacía unos días, en la televisión, en un programa de esos de entretenimiento, un chico tenía que introducirse en un ataúd al que le echaban un montón de tierra encima. Tenía que permanecer dentro un tiempo determinado para ver hasta dónde puede llegar el aguante de una persona en esas circunstancias. Por supuesto, el chico se llevaría un suculento premio en metálico. Había un control técnico desde el exterior y a través de una cámara instalada junto al chico se podía ver su rostro y su actitud, además de comprobar que todo estaba controlado. El espectáculo estaba servido.

Cerré los ojos para dejar de contemplar el techo del tubo. Unos ruidos sordos, destemplados, empezaron a sonar. Aunque la enfermera me había colocado unos cascos, de esos que llevan los obreros en las obras, como cuando están taladrando el asfalto, Uno de los cascos no me cubría del todo mi oreja y notaba que oía los golpes con mayor precisión. Me hubiera gustado decirle a la enfermera que me lo colocara bien pero ya era tarde. No podía moverme ni hablar, así que me dispuse a soportar los golpes de la mejor manera posible.

Pam, pam pam; toc, toc, toc. Los ruidos y los golpes sonaban incesantes, cada vez con más virulencia.

Yo no recordaba aquella primera vez de mi resonancia, pero esta vez no podía soportar aquellos golpes. Tampoco recordaba si los golpes me habían afectado tanto, pero ahora me resultaban insoportables. Empecé a sentir frío, sudores incontrolables. Los golpes cesaban durante unos segundos, pero volvían con mayor estruendo. Mi cabeza iba a estallar. Mis nervios empezaban a fallarme. Abría los ojos de vez en cuándo y tropezaba con aquel techo blanco, a pocos centímetros de mi rostro y me venían imágenes de esos desgraciados que los entierran creyendo que han muerto y al cabo de un tiempo se despiertan y se ven dentro de su caja mortuoria. No podía soportarlo. Tampoco sabía el tiempo que llevaba allí. No sabía cuándo acababa aquel martirio. TOC TOC TOC; PUM PUM PUM…los golpes continuaban martilleando mi cabeza. Mi mano derecha sudaba sujetando la bolita con el timbre, que debía accionar si me encontraba mal, me había indicado la enfermera. Yo ya me encontraba mal, no precisamente sentía mareos o dolores como me había dicho, pero sentía pánico. Estaba aterrorizada.

De pronto empecé a pensar en la enfermera: Tal vez se haya mareado, o tropezado con algún objeto y esté inconsciente y no haya nadie para socorrerla. Dios mío, tal vez no se despierte. O ha sufrido un infarto. No puede ser que haya transcurrido tanto tiempo y no venga a sacarme de aquí. Esto es insufrible.

La bolita con el botón de emergencia permanecía en el hueco de mi mano temblorosa. Quería apretar, pero no me atrevía. Aguanta, me decía a mí misma, pero no podía. Muchas veces estuve a punto de apretar.

Se me ocurrió también, que la enfermera pudiera estar enamorada de un compañero, médico o enfermero, y que aprovechando el silencio y la soledad del hospital hubieran aprovechado para dar rienda suelta a su pasión y estarían allí, al amparo de algún cuarto oscuro sin acordarse de mí.

Las posibilidades iban y venían a mi mente intentando justificar aquella ausencia que se me hacía eterna e incomprensible.

Los golpes eran cada vez más ruidosos, más y más insoportables. Apreté el botón y al momento entró la enfermera. Pero mujer, qué ha hecho, faltaban apenas cinco minutos, me dijo.

Y por qué no me dijo el tiempo que tenía que estar aquí. Si lo hubiera sabido me hubiera mentalizado.

Se lo dije, pero no se enteró.

No me lo dijo, no, lo hubiera tenido muy en cuenta.