Sociedad

La vida de los políticos, del imperativo categórico al Show de Truman

“La Cueva del Lobo”

Ignacio Vasallo | Jueves 26 de junio de 2025
26JUN25 – MADRID.- En su obra Fundamentación de la metafísica de las costumbres, de 1785 Immanuel Kant formuló el concepto del imperativo categórico: una norma moral universal que obliga a actuar no por interés personal ni por consecuencias externas, sino por el deber mismo. Bajo esta idea, incluso una mentira piadosa sería inaceptable, porque rompe con la máxima de actuar de forma que esa conducta pudiera convertirse en ley universal.

Apliquemos esto al mundo de la política. Aunque nadie vive conforme al imperativo categórico, sería deseable que quienes aspiran a cargos públicos hicieran el esfuerzo por acercarse a él. No solo por ética, sino por una razón práctica, porque, en política, casi todo se acaba sabiendo.

El ejercicio del poder tiende a poner a prueba la integridad personal. La tentación de aprovecharse de la posición, de servirse en lugar de servir, está siempre al acecho. Aquí es donde la filosofía kantiana ofrece una guía clara y útil: si no puedes defender la decisión que vas a tomar como una norma general, probablemente no debas tomarla. Y si no eres capaz de funcionar con ese marco moral, entonces conviene que te convenzas de que estás en El show de Truman.

La película protagonizada por Jim Carrey muestra a un hombre que ha vivido toda su vida dentro de un gigantesco plató de televisión, sin saber que cada paso suyo es grabado y emitido en directo. Su entorno está formado por actores, sus relaciones están guionizadas, y él es el único que cree vivir en libertad. Solo al final, Truman descubre la verdad.

La política actual se parece inquietantemente a ese escenario. Desde que una persona asume un cargo de cierta relevancia —concejal, asesor ministerial, director general o parlamentario— su vida se convierte en un objeto de observación constante. Sus declaraciones, gestos, correos, relaciones, publicaciones antiguas, comidas, vacaciones… todo puede salir a la luz. Lo que ayer era privado, hoy está a un clic de ser público.

Esto no es nuevo, pero la tecnología lo ha llevado a otro nivel. El escrutinio es permanente, y no hay margen para el olvido. Antes, un desliz podía quedar encerrado en un despacho o un pasillo del Congreso; ahora, lo más probable es que termine en las redes sociales, multiplicado por miles. Algunos lo descubren tarde, cuando una grabación olvidada aparece en campaña electoral, o cuando una conversación de WhatsApp se filtra con nombres y cifras.

Frente a esto, cabe una propuesta provocadora: que los políticos firmen , desde su acceso a cargos públicos, un documento en el que aceptan que toda su vida —profesional y personal— puede quedar registrada y eventualmente difundida. Sería como asumir formalmente que forman parte de un gran reality show. El resultado sería doble: por un lado, se reduciría sensiblemente la nómina de candidatos , por otro, los ciudadanos viviríamos con menos sobresaltos, sabiendo que quienes nos representan han aceptado jugar con transparencia total.

Por supuesto, esta idea es utópica. La privacidad es un derecho y convertir la vida pública en espectáculo tiene sus riesgos. Pero el fondo del planteamiento es una advertencia: la opacidad ya no es viable.

Quizás no podamos exigir santos, pero sí podemos pedir políticos que comprendan que ya no pueden vivir de espaldas a la cámara. La transparencia no es un añadido: es la nueva condición del cargo. Y quien no esté dispuesto a aceptarlo mejor que no se postule.