Opinión

La noche en el hospital

Opinión: “Mi Pequeño Manhattan...”

Germán Ubillos Orsolich | Viernes 09 de noviembre de 2018

09NOV18 – MADRID.- José Luis y yo hablábamos con frases cortas como pequeñas descargas emocionales a veces llenas de humor, frases desprovistas de condicionamientos que salían del corazón como dardos curativos e iban directas al corazón del otro.



Eso no lo hubiera captado nadie, ni las mujeres, ni los médicos y ayudantes de mi vecino que iban y venían con botes de Coca Cola Cero o Sprite o de Fanta, botes muy fríos y provistos con una pajita para beber de ellos.

A mí me encantaba ver a esa mujer de pasos lentos y voz levemente ronca como la de Magda Castañer la mujer de Gironella, velaba constantemente por el bienestar de su marido, pero de vez en cuando me echaba una mirada a mi o encargaba dos “A.B.C.” uno para su esposo y otro para el que os habla.

Entretanto mi mujer vestida de verde quirófano iba y venía cubriendo huecos o buscando enfermeras, rellenando los impresos con los menús de las cuatro comiditas de toda la vida en el Hospital: desayuno, comida, merienda y cena. Menús no muy astringentes para poder hacer de vientre entre tanto inmovilismo sin llegar a utilizar los consabidos laxantes.

……. Pero la noche era mala. Y es que a mi desde que me he ido haciendo mayor o viejo, como gusten, no me ha gustado un pelo.

Por la noche se oían gritos, los alaridos casi constantes de una mujer que gemía quizá de dolor físico o quizá de dolor moral de verse allí impedida y sola, esa mujer sentía una gran angustia.

La noche se desarrollaba como un tul oscuro muy lentamente, demasiado lentamente, y mi mente enfebrecida y aburrida creía sentir estar con frecuencia en un castillo maldito, el castillo de los torturadores y de las torturas a los torturados. El castillo maldito de las brujas disfrazadas de enfermeras, de la señorita Rottenmayer que por dos veces no me dejó escapar del castillo maldito, de la cuna maldita y huir cojitranco de aquel castillo embrujado. Lo malo de todo esto es que cuando llegaban los médicos y los cirujanos a pasar la consulta matutina y preguntar a los pacientes que tal noche habíamos pasado yo les soltaba lo del Castillo de las brujas y los torturados. Mi mujer se enfadaba mucho, ¿pero qué quieren que dijera un Premio Nacional?, ¿enseñarles la lengua y decirles si había tenido fiebre?.

Comprendo mi mal obrar hacia aquellos santos de bata blanca que solo buscan nuestra curación. Pero de un artista, de un inventor de argumentos y guiones de cine qué se podría esperar. A veces se me ponía la habitación como de pie, giraba ésta 90 grados y yo me veía de pie ante el precipicio formado por el suelo de la estancia transformado de repente en el muro frontal, los muebles pegados o diseminados y mi hermano llamándome insistentemente a un teléfono blanco colgado de la pared al cual yo no llegaría jamás así clavado en la cruz.

Solía molestar a las enfermeras de guardia muy a mi pesar una o dos veces en busca de Almax Forte para digerir, o de alguna pastilla para aliviar mi ansiedad de fondo siempre presente en mayor o menor grado.