Opinión

Los profetas, los grandes olvidados (III)

CARTA DESDE ALEMANIA

Miércoles 22 de octubre de 2014

De los muchos aspectos que se pueden realzar de las llamadas Sagradas Escrituras, un hecho muy interesante, que por lo general no se menciona e ignora, es el de que los primeros cristianos no comían carne.



El mismo san Jerónimo, que por el año 383 d. C. recopiló los textos que conformarían la Vulgata, la primera Biblia en latín, según expresa alguna de sus biografías, era vegetariano. La leyenda cuenta que después de su amistad con un león, al que le arrancó una espina de una de sus patas, se convirtió en un gran amigo de los animales. Como se lee en fuentes históricas en lengua alemana, durante su polémica con Joviniano, al que la Iglesia acusó de herejía, el santo le escribió una carta muy singular, haciéndole notar que “el placer por la carne era desconocido hasta el diluvio universal, pero desde entonces se nos han embutido las fibras y los jugos pestilentes de la carne animal. Jesucristo, que apareció cuando se cumplió el tiempo, volvió a unir el final con el principio, de modo que ya no nos está permitido comer carne”.

 

Pese a la importancia de esta aseveración, nada menos que de boca de un doctor de la Iglesia, ésta no fue considerada por los estudiosos posteriores de la teología católica, habiendo sido incluso totalmente anulada, a más tardar con la declaración de otro gran personaje de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, en ocasiones llamado por ella Doctor Angélico y Príncipe de los Escolásticos, quien aseveró que los animales no tienen alma. Así se dio entonces a toda persona la autorización tácita de criarlos, amansarlos, adiestrarlos, golpearlos, experimentar con ellos, y por último comérselos.

 

O sea que ya después del diluvio universal, como dice Jerónimo, el ser humano empezó a “embutirse las fibras y los jugos pestilentes de la carne animal”. Aunque hoy en día la ciencia suponga a menudo que esto fue motivado por el afán de supervivencia, es importante establecer que la Biblia deja también en claro que ya en tiempos de Moisés fue precisamente la naciente casta sacerdotal la que introdujo los sacrificios de animales como ofrenda a Dios. Al lector interesado se le recomienda echar una mirada a algunos párrafos del Levítico de la Biblia, lo que es posible le sorprenda. Aunque algunos opinen que la Biblia es el libro más editado del mundo, esto no significa que también sea el más leído. Allí se habla, por ejemplo, de sacrificar reses menores, o si éstas no alcanzan para reparar los pecados se pueden tomar tórtolas, pichones, carneros, etc., poniendo incluso en boca de Dios palabras como las siguientes: “Ésta es la ley de sacrificio de reparación: Es cosa sacratísima. En el lugar donde inmolan el holocausto inmolarán la víctima de reparación, y su sangre se derramará sobre todos los lados del altar. Se ofrecerá toda la grasa de la víctima: el rabo y la grasa que recubre las entrañas; los dos riñones y la grasa adherida a ellos y a los lomos, y el lóbulo del hígado. Se apartará toda esta grasa junto con los riñones. El sacerdote lo quemará sobre el altar como manjar abrasado para Yahvé. Podrán comerlo todos los sacerdotes varones, y se comerá en lugar sagrado. Es cosa sacratísima” (Levítico 7, 1-6). “Toda oblación cocida al horno y toda la preparación en cazuela o en sartén pertenece también al sacerdote que la ofrece (Lv 7,9-10). “El sacerdote quemará la grasa sobre el altar; el pecho será para Aarón y sus hijos. Reservaréis también al sacerdote, como tributo, la pierna derecha de vuestros sacrificios de comunión” (Lv 7,31-32).

 

Aunque estas breves citas hagan dudar a más de algún lector, sea por su veracidad o por la fría crueldad que manifiestan ante la vida animal, es preciso hacerse consciente de que están contenidas en un libro que tiene validez en cada una de sus partes, como establece el Catecismo católico, ya que la Iglesia dice que éste ha sido inspirado por Dios. Y sin embargo estos ejemplos son esclarecedores para explicar cuándo, dónde y por parte de quién nació el canibalismo de comer carne de animales. Uno se puede preguntar entonces con razón: ¿Fue esto realmente una orden que Dios dio a Moisés? ¿Es éste el mismo Dios que después enseñaría Jesús de Nazaret, diciendo que su Padre era el Dios del amor, que ama a todos sus hijos por igual, a todas las criaturas creados por él, por lo que también hay que incluir a los animales, las plantas y los minerales? ¿O se trata de un Dios cruel, vengativo, condenador y celoso de su poder, al gusto de una casta sacerdotal que desde un principio quiso obtener el poder temporal basándose en un supuesto otorgamiento de poder divino? Quien quiera dudarlo que lo dude –y saque sus conclusiones.

 

No obstante, si volvemos ahora a los profetas de la Antigua Alianza, se puede comprobar que según la misma y a menudo contradictoria Biblia, Dios también amonestó y rechazó a través de sus profetas los sacrificios de animales. Allí se lee que él expresó las siguientes palabras, por ejemplo a través de Amós, que profetizó alrededor del año 760 a.C.: “Odio vuestras fiestas, las aborrezco y no puedo oler vuestras festividades. Cuando me traéis holocaustos, no me satisfago con vuestros dones y no quiero ver vuestros sacrificios de sebo”. A través de Oseas (alrededor del año 740 a. C.): “Pues yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios y no holocaustos”. A través de Isaías (aprox. 740-701 a. C.): “¿A mí qué vuestros sacrificios? –dice el Señor–. Harto estoy de holocaustos de carneros, de sebo de cebones; no me agrada la sangre de novillos, de corderos y machos cabríos”. Ante tantas contradicciones baste con remitirse a las dudas del mismo s. Jerónimo, el recopilador de la primera Biblia, como se expuso al comienzo y en los capítulos precedentes.

 

Hace  ya mucho tiempo que la teología fue elevada por los que la practican a la calidad de ciencia. En Alemania se enseña como tal en las universidades –lo que es financiado naturalmente por el Estado– y así las contradicciones del libro básico de Occidente para estudiar a Dios, la Biblia, se han convertido en objetos de estudio científico, no necesariamente para rebatirlas, sino más bien para cimentar su carácter divino, por muy absurdo que sea el resultado. Tal vez en este afán de acercar la teología científica a la divinidad perdida, hace unos pocos días la prensa alemana informó que un teólogo católico alemán atribuyó a su gremio sacerdotal dones proféticos, cuando escribió un artículo en un periódico con el título “No se escucha a los profetas”, aduciendo que la labor pastoral de hoy en día es tan difícil como la que tuvieron los profetas de la Biblia, que tampoco fueron escuchados. Aunque en realidad esto no es de extrañar, ya que en el Catecismo de la Iglesia católica se establece que cuando en Pentecostés los apóstoles estaban reunidos y sobre ellos se posaron unas lenguas de fuego, quedando todos llenos del Espíritu Santo, este hecho también tiene efecto en sus seguidores. Tanto los obispos como los sacerdotes actuales, al ser consagrados, reciben  el "depósito sagrado" (cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,12-14) de la fe (depositum fidei), contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura que –según el Catecismo– fue confiado por los apóstoles al conjunto de la Iglesia. Así queda claro para la Iglesia que “el oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios ha sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, al Papa y a los obispos en comunión con él”.

En el artículo del teólogo alemán a menudo se califica a Cristo de sacerdote, incluso en otras partes de “sumo sacerdote”, lo que no deja de ser una burla ya que quien lo condenó a la muerte en la cruz fue en realidad un sumo sacerdote, haciéndolo matar después por el gobernador romano. Fuera de que esto es una contradicción más, también es escarnio, ya que Jesús de Nazaret nunca se consideró un sacerdote, es más, él los amonestó con suma severidad cuando les dijo: “Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia. Así sois también vosotros, que por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de maldad” (Mateo 23, 27-28). Y previniendo lo que vendría, el mismo Jesús les dice después: “¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo vais a escapar de la condenación del infierno? Por eso, pienso enviaros profetas, sabios y escribas: a unos los mataréis y los crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad, para que se os pida cuentas de toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre del inocente Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el Santuario y el altar. Os aseguro que todo esto recaerá sobre esta generación” (Ma 23, 33-36). Estas palabras se pueden leer en cualquier Biblia y dan testimonio del origen de la persecución de que han sido objeto todos los verdaderos profetas de Dios, así como de muchas tergiversaciones más de la palabra divina.

 

No obstante, es un hecho que Dios siempre ha ayudado a sus hijos humanos a través de enviados suyos, que durante su paso por la tierra han rectificado las tergiversaciones humanas de que ha sido fruto la enseñanza divina. Esto lo demuestran no sólo los profetas de la Antigua Alianza sino el hecho de que Dios haya enviado nada menos que a su hijo en Jesús de Nazaret para mostrar a los seres humanos el camino de regreso al hogar celestial. En esto creen todos los que se llaman cristianos. Pero también después de la venida de Jesucristo es un hecho reconocido por las mismas Iglesias el que una y otra vez han surgido sobre la tierra seres iluminados por el espíritu divino, dotados del don profético, que demuestran que Dios no cesa de tender la mano a sus hijos humanos. Algunos ejemplos son Priscilla, Maximilla, Quintilla, Mechthild de Magdeburgo, Joaquín de Fiore, Birgitta de Suecia, Hildegarda de Bingen, el maestro Eckhart, Savonarola, etc.

 

También en la época actual, caracterizada por el desarrollo técnico y científico y una sociedad que a más tardar a partir del movimiento ideológico de la Ilustración se ha esmerado en secularizar la cultura, aunque a muchos les pueda parecer una quimera, en Alemania desde hace 35 años está obrando un profeta fuera de los márgenes eclesiales tradicionales, una mujer de nombre Gabriele, cuyas enseñanzas están recogidas en más de 120 libros de su pluma, en innumerables manifestaciones, horas de enseñanza, programas de radio y televisión que se ven y escuchan en la mayoría de los países de la Tierra, también en España y Latinoamérica. La obra de manifestación a través de la palabra profética abarca prácticamente todos los aspectos de la vida y está en la web a disposición de toda persona interesada en varios idiomas y sin compromiso alguno, bajo www.das-wort.com. La obra profética es una esperanza para la humanidad y a la vez una oportunidad única para aquel que se atreve a salirse de los moldes tradicionales y confiar en la palabra viva de Dios para la actualidad, de comprobar en sí mismo “cuán cerca está el Cielo de la Tierra”. Así, el profeta actual ya no pertenecerá a los grandes olvidados del pasado, sino que quien intente poner en práctica sus enseñanzas, vivirá a través de la palabra profética una ayuda directa del Espíritu universal, pudiendo comprobar en sí mismo que Dios no calla ni deja solos a sus hijos, precisamente en un tiempo caracterizado por catástrofes de todo tipo.

Pero también aquí vale lo que ya se dijo en el pasado: Quien lo quiera captar que lo capte – quien lo quiera dejar que lo deje.