Mi parroquia es de las más bonitas de Madrid, es barroca, el altar mayor y el retablo es de mármol granate en el que destaca la enorme figura de San Marcos sentado sobre un león rugiente pero amansado, el apóstol se sienta sobre él mientras mira fijamente los rayos dorados que descienden de lo alto y escribe con una pluma de ave en un grueso volumen su Evangelio.
Esto ya en sí, si te fijas bien es impresionante, pero tan impresionante o más es para mí su párroco, don Antonio, según le he ido conociendo y escuchando sus homilías, homilías “pegadas a la tierra” y poco o nada teológicas, son homilías que huelen, que saben a trigo, a centeno, a cebada… que huelen a trigales pues don Antonio ha sido cura de pueblo y ¡ah, también de hospital! , esta mezcla perfecta le ha acrisolado como un cóctel – con perdón - un extraño perfume que a mí me ha fascinado y me ha transformado en uno de sus “fans”.
He abandonado las iglesias a las que solía ir sencillamente porque este cura de pueblo y de hospital las ha barrido. Ni que decir tiene que me siento en la primera fila de los bancos para no perderme una palabra suya.
Don Antonio es muy sencillo, cálido, cercano y directo, se palpa la humanidad y la bondad que de él emana. Dice que la Iglesia está excesivamente jerarquizada, algo esclerosada… no sé, que mandan demasiado, que no son humildes, quizá le recuerden un poco a los escribas y fariseos pero esto es cosa mía,- cosa que intuyo - pues él aún no lo ha llegado a verbalizar.
En esta iglesia, en esta pequeña joya, canta para más inri un coro inefable a mi modo de ver mejor que el del Vaticano. Cuando cantan se me pone la carne de gallina y creo estar viendo a Dios.
Por supuesto aquí se celebraron las bodas de oro de mis padres y el funeral por el alma de mi querida hermana Mercedes tan prematuramente fallecida.
Pero a lo que vamos, cuando llego me siento en el banco y miro a la izquierda un poco hacia arriba, veo entonces el reloj de pared cuadrado color caoba y veo “estupefacto” –como diría mi amigo Gironella– que nunca marca la hora y no es cosa de minutos, no, son muchas horas de diferencia las que señala mi reloj y las que marca el reloj de la iglesia. Si estoy por ejemplo en misa de doce y media, señala las nueve y cuarto y si me da por entrar a las nueve de la mañana pone las tres menos veinte. Este escándalo horario ha llegado, lectores, a impactarme y les confieso casi a sobrecogerme. ¿A qué viene todo esto?, ¿qué querrán decir esas manecillas esquizofrénicas?, nunca lo he entendido, la iglesia es maravillosa, el coro no digamos, el cura un fuera de serie, pero ¿y el reloj, ese maldito reloj?, ¿es que nadie se queja?, ¿a que viene esa mofa, esa burla?, porque es una burla recalcitrante . Si miro a don Antonio en el altar durante la homilía (a veces se dirige a mi) y miro el reloj de reojo siento una sensación terrible y me acuerdo no sé por qué de Graham Green .
Por fin esta mañana luminosa del otoño he comenzado a intuir algo. Es posible que el reloj al no marcar nuestra hora y marcar otra distinta quiera decirme que es la hora de Dios, que la hora de Dios no es la hora de nosotros los terrestres y que los caminos de Dios no son nuestros caminos, por eso ese reloj tan desconcertante de mi parroquia nos da la clave, quizá sea el propio Dios quien por la noche ponga la hora y que cuando don Antonio cada mañana tras afeitarse, lavarse, vestirse, quizá desayunar, baje a la iglesia lo primero que haga sea mirar el reloj, sé que sonreirá pues es tan bueno que sabe que es el propio Jesús quien cada noche pone en hora, en “su hora” esas manecillas; después hará ese gesto socarrón tan suyo e irá hacia la sacristía lentamente en la semipenumbra de la iglesia, mi parroquia, ese lugar de paz y de silencio .
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(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro y Premio Julio Camba de Periodismo.
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