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CUENTO

Postergado crimen de viernes

Por Catalina Del Campo - desde Santiago de Chile

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h

Caminaron juntos por el parque hasta llegar al mismo semáforo de todos los viernes. Él, la quedó mirando con ese típico gesto de no querer escucharla. La abrazó con rechazo hasta sentir el calor de sus articulaciones.

La luna pronunciaba un espantoso paisaje de ese frío amargo de verano, y no corría viento. Era una noche seca, como ellos, seca y repleta de fantasmas. Y el minutero seguía sonando solitario en el inmenso abandono de ese momento intrincado, aborrecido por sus pies impregnados del mismo camino y las mismas esperanzas de barro. Ella se dejó apretar con confianza, tratando de acallar todos sus temores y sintiendo el palpitar incesante de su acompañante. - "Estúpida" - le dijo él con una sonrisa  que desapareció rápido de su rostro pálido, con sus ojos también pálidos fingiendo estar depositados en los de ella tan redondos y claros, pidiendo sinceros un poco de paciencia y de besos tal y como sucedía siempre todos los viernes. Ella lo apartó de su pecho y comenzó a caminar por la vereda, escondiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta y repitiendo en su cabeza, una y mil veces, lo que pasaría en un segundo, dos segundos, cinco minutos, diez minutos y media hora más sentados, otra vez, a la orilla de la cama.

- Ahora es cuando te sacas los zapatos - le dijo ella mirando por el enorme ventanal viejo que los observaba. Él desató en silencio los cordones de su calzado hasta arrancarlo de sus pies y tirarlo lejos de la cama. Ella se quedó inmóvil esperando... como siempre esperando - La corbata - continuó mientras el ruido del nudo de la prenda desarmándose inundaba toda la habitación - ... el pantalón, la camisa - siguió enumerando como si aquel espectáculo le pareciera el más enfermizo y aburrido de todos los shows que podían surcar las galaxias y los escenarios. Luego, una vez que toda la ropa se repartió en el piso frío del sitio, él volvió a acomodarse quedando absorto en el mismo ventanal que ella en toda la estadía no había dejado de contemplar. Apoyó una de sus manos en la sábana polvorienta de la cama, apretando el colchón con las yemas de los dedos. Ella, sintió que las arrugas de la tela le acariciaban los muslos serenamente, invitándola a desprenderse de sus complejos y sus disparidades, nuevamente, en aquella casa abandonada que no tenía más muebles y no levantaba más ventanas. Movió su mano izquierda, hasta encontrar los huesudos dedos de él que ella sabía ya la esperaban. Los tocó con ternura, tratando de dibujar alguna frase improvisada encima de ellos, orbitando los nudillos y las zonas ásperas. Y él no pronunció nada. Le hubiese gustado poder hacerlo, pero su lengua estaba cansada igual que sus ideas de amor. Ella soltó un suspiro y luego de apartar su mano de la de él, se estiró sobre la cama mirando el enorme espacio que quedaba entre su cuerpo y las paredes, entre su pecho y el techo.

- ¿Tiene senti... -

  • No, no tiene sentido - respondió ella recordando la pregunta como si esa noche realmente le doliera decirlo.

     

Y se quedó pensando en ello. Repasando el silencio terrible de la habitación y buscando algún miserable rayo de luna esparcido en el aire denso del exterior, en la ciudad enmudecida y que la olvidaría por completo ya para el amanecer; que la sacaría para siempre de las tazas de café de grano y de las sábanas sucias. Él se acercó a ella y la rodeó con cuidado por la cintura, ella accedió, como siempre; dejando caer sobre el colchón su polera francesa se repartió en el abrazo típico de todos los Viernes por la noche, se encendió en el calor momentáneo de ese comienzo repetido pero necesario, se balanceó sobre los infiernos que rápidamente comenzaron a dibujarse en sus músculos, en sus cabellos y en sus ganas retorcidas de sed. Él la besó con dulzura, una dulzura casi imposible hasta sentir que su boca seguía con facilidad los rieles del cuerpo de ella que lo hacían leerse en cada tramo y en cada recoveco limpio de ese agotamiento y pesar. Se abalanzó sobre sus caderas, tejiendo encima de ella todo aquello que no amarra a las palabras, deshaciéndose así de las cosas pendientes y los imposibles. No tuvo culpa, ella tampoco.

Y mientras el vapor de sus cuerpos comenzó a inundar de a poco el espacio, y el fuerte sonido de sus corazones a trizar silenciosamente el ventanal que los delataba, él se desarmó en un estallido de temores y pasados apesadumbrados, gritando en su interior que se cayeran las paredes, que los escombros desmantelaran todo el espectáculo y que sus huesos se derritieran antes de la catástrofe. - Sigue - le dijo ella abrazándolo y descifrando de memoria sus movimientos, sus oscuridades y remordimientos - Sigue... - volvió a pedirle con calma. Una niebla espesa comenzó a colarse por cada hueco del lugar, rodeando el ritmo de sus roces engañadores y tapando las posibles mentiras que se desprendían de su complicidad y se escondían una tras otra en el único cajón abierto que salía de la abandonada cajonera.

De pronto, ella sintió que un frío espeluznante le mordía los talones y los sueños, que un eco irreconocible se colaba en sus oídos mientras él, sin querer mirarla, seguía meciéndose sobre su piel erizada. Sus manos parecían no estar en ella. No estar en ningún átomo de su figura. La niebla le borraba la cara, mientras una lluvia sorpresiva comenzó a caer desde el techo de la habitación, mojando el colchón cada vez más rojo, más llamativo. En un lapso de segundos ella recordó que la mañana llegaría y que estarían como todos los Viernes abandonándose en el mismo semáforo, para volver a los mismos Martes, Miércoles, Jueves y "quizases" tristes y los mismos Diciembres callados. Supuso que así sería hasta que sus arterias comenzaron a desgarrarse, hasta que él comenzó a perder la forma y el brillo de sus ojos; esos que justo en ese momento la habían sorprendido como la primera vez. Él le acarició el cabello y la besó, con sus manos manchadas la besó. La lluvia le limpió todo, todo menos las manos. Ella comenzó a apagarse como cuando el fósforo deja de quemar, como cuando la única estrella de invierno desaparece del firmamento. Un dolor en sus entrañas le arrancó el amor de los poros y la dejó tendida sobre el colchón, con la sangre esparcida... con la sangre perdida y fría. Los vidrios estallaron y el soltó el puñal, dejándolo caer sobre el piso mojado. Se sentó sobre la cama... y los minutos volvieron a darle una oportunidad. Al abrir los ojos... estaban las paredes, estaba él. Estaba la cama.

Y estaba oscuro y silencioso. Y hacía frío. Y hacía pena. Todo igual, menos ella. Una reja gris entrecortando su expresión y una celda inundada en los mismos recuerdos de esa noche que no habían podido reparar. En el mismo papel y con el mismo lápiz, volvió a recordarla, injustamente a extrañarla. Inútilmente a amarla como había olvidado. No quiso cerrar los ojos y se quedó allí (para siempre), repasando esas palabras rayadas una y mil veces: - Así no era el final de esta historia, así no era. - Y extrañó las mañanas y las tazas de té. Con ella, con él.

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