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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan...”

Un día en el Valle

  • Para José Antonio y Rosuca

Por Germán Ubillos Orsolich
jueves 04 de noviembre de 2021, 11:09h

04NOV21 – MADRID.- ¿Cómo escribir sobre algo o alguien que nadie te quiere publicar?. ¿Qué hacía Antonio Buero para esquivar la censura franquista?. Pero es que eso era entonces, ahora es la democracia, la libertad y el bien.

Jamones, eso que se lo cuenten a otro, este sigue siendo el mismo país cainita, envidioso y cruel, el país de las mil censuras, desde la edad de piedra y de los metales, pasando por la llamada edad de oro, hasta seguir ya en nuestros propios días.

Pues sí, amigos lectores voy a intentar escribir sobre algo muy hermoso que enciende mi corazón, pero ya veo venir antes de comenzar a los señores censores, allá por el horizonte con sus largos y brillantes cuchillos afilados, dispuestos a liquidarme; no obstante y para vuestra tranquilidad, pues sé que me estimáis, he de deciros que cuando ellos lleguen yo ya no estaré aquí.

Se trata de mostraros un paraje mágico y hermosísimo, casi como el legendario “Brigadoom”, lugar donde sus habitantes cada noche que dormían trascurrían mil años.

Yo iba a visitar a un príncipe amigo mío al que no veía desde hacía muchos lustros, pues había librado singular batalla contra las fuerzas “unificadas del mal”, y se hallaba tan quebrantado y dolido que los galenos le habían recomendado salir del Valle para descansar y para olvidar.

Como ese príncipe, “héroe y mártir”, me tiene en gran estima, acordamos volvernos a ver de nuevo en el Valle.

Me llevaba un chófer alto, delgado y canoso, de enorme parecido con Arthur Miller.

Al llegar a la gigantesca y enorme construcción no hecha a escala humana sino de cíclopes y de gigantes, y dada mi minusvalía, conducía el automóvil mi amigo, eximio funcionario y doctor en ciencias políticas y en derecho, que nos entendíamos muy bien, pues yo soy economista y abogado.

Al llegar a la construcción, como digo de cíclopes, el silencio y el abandono externos eran totales. Eso me hizo pensar que el gobierno monclovita de coalición habría acabado con todo, quizá arrojando bombas de neutrones o cortando el suministro financiero y eléctrico con ánimo de asfixiarles. Pero mi chófer eximio, con paciencia de santo, se detuvo y escuchó risas de niños, y llamando a una portezuela medio disimulada hizo su aparición el príncipe.

Su sonrisa inolvidable al verme me emocionó ya hasta los tuétanos.

Sí era él. No estrechamos en un abrazo emocionado. Después, empujando mi silla de ruedas y a través de inmensos e interminables corredores horadados en la montaña de granito, esto es, de cuarzo, feldespato y mica, llegamos así de pronto y de bruces a la inmensa basílica central, iluminada profusamente y recientemente profanada por los monclovitas y su huestes, las fuerzas diabólicas como llegó a denominarlas nuestro inolvidable anfitrión.

Y bien, desde la fila primera de uno de los brazos laterales o transepto, de la inmensa y sagrada basílica, horadada en la roca virgen de la montaña, esa basílica que al decir del Presidente americano Eisenhower cuando la visitó, dijo, “Jamás los Estados Unidos de América hubiesen podido costear semejante obra, pues solo los faraones de Egipto, los emperadores de Roma y el singular Jefe del Estado de este país, pudieron acometer semejante cosa con éxito”. Y es que me da por pensar que este pequeño gran país, mi país, igual evangelizó con amor el Nuevo Mundo, que fue capaz de dejar para la eternidad construcciones mastodónticas imposibles de igualar.

Bien. El Coro de los niños cantaba al fondo a la izquierda con voces angélicas revestidos de uniforme, cerca de la alta cúpula inmensa, de mosaicos de oro mostrando los coros abigarrados de los mártires, de los santos y de los ángeles ascendiendo al paraíso, para después descender de nuevo tendiendo sus manos angélicas a los que les contemplaban.

Sacrificio de la misa con espectacular silencio y oscuridad total, salvo un foco potente de luz blanca y cenital en los momentos de la consagración. A mi modo de ver faltaba la marcha real, muy apropiada. Si la hubiesen tocado todos los allí presentes nos hubiéramos puesto a llorar envueltos en lágrimas. Por cierto, el mismo Prior , desde el altar, y atravesando a pie unos treinta o cuarenta metros, se acercó hasta mí para darme la Santa Eucaristía, una forma sagrada más ancha, gruesa y tierna que las que nos dan por ahí.

Al terminar el Sagrado Sacrificio, más bien espectáculo grandioso e impresionante en su majestad, fui conducido casi en volandas y en arrebatada marcha por los niños que empujaban la silla de ruedas a gran velocidad, hasta una sala con calefacción y confortables tresillos donde mi cultivado chófer, el príncipe y yo, recibimos a veinte o treinta niños del Coro y alumnos de bachillerato.

Allí fue la reoca, pues yo les lancé más bien que expuse, un brillante e inspirado discurso que les dejó a todos obnubilados, incluyendo al príncipe, mi anfitrión; y a mi compañero de coche, todos con las bocas abiertas y sin respiración.

Ese mismo discurso u otro semejante, tengo el plan de pronunciar ante los asistentes a la presentación del libro, en la Sala “Manuel de Falla” y en la Sede de la SGAE, el 23 de noviembre a las 18,30 h, si es que alguien se anima a venir a la citada convocatoria.

Cuando finalizó el sabroso y prolongado coloquio, fuimos al Refectorio a recuperar las fuerzas, en un tramo temporal en absoluto silencio.

Mientras almorzábamos el exquisito condumio que nos servía un monje, otro monje desde un elevado atril leía pasajes del Antiguo Testamento y otros sobre la vida de papa Joseph Ratzinger.

El refectorio destinado a comedor era, para que se hagan una idea aproximada, un lugar rectangular, enorme y espacioso, semejante a los decorados de filmes como “El nombre de la rosa” o “Harry Potter”.

Al terminar de comer y salir al claustro donde departían el príncipe, nuestro anfitrión, y otros ancianos monjes, junto a un obispo de la misma orden; hablaron del deseo de las “fuerzas del mal” de apartar a la Orden de aquel sagrado lugar y sustituirla por otras menos exigentes, más degradadas y afines al Poder; y también sobre las fuerzas oscuras internacionales coordinadas y empeñadas en derribar la enorme Cruz de piedra y en arruinar y borrar del mapa la civilización occidental cristiana, sustituyéndola por una amasijo de formas feministas, de género, enemigas de la figura del padre, del matrimonio y de la familia. Así como de todos los argumentos literarios tradicionales desde “Blancanieves” de Disney, hasta las obras de William Shakespeare y de Germán Ubillos.

De esa manera, despedimos de forma acelerada al joven y valeroso príncipe con sus hábitos sagrados, en el inmenso y sagrado Castillo in- temporal.

Mi inestimable y valioso “conductor – amigo” y yo, nos miramos a los ojos, y sin decir palabra, nos dijimos - en un silencioso mutismo al gusto benedictino -: ”Aquí vamos a volver en verano tres o cuatro días, o quizá siete o quince”. Éste es un lugar sagrado y mágico a la vez, donde reposa el alma; intensamente apropiado para vivir y también para morir, si no fuera porque la muerte no existe, y sí esa dormición semejante a la de la Virgen Santísima, a través de la cual entraremos en “El mundo de lo Invisible”, maravillosa y nueva situación diversa preparada por Dios para nosotros, donde reina la paz, el amor, el descanso y la luz para siempre.

Germán Ubillos Orsolich

Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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