Cuando me entra la abulia y me cerca el “taedium vitae”, el recuerdo de estos vecinos, don de Dios omnipotente para salvar mis ratos de desesperación, fruto del enclaustramiento obligado por la pestífera pandemia del llamado CoronaVirus, y después de recibir la primera andanada de BionTech/Pfizer, sintiéndome – cosa curiosa cada vez más joven – llama mi atención la ventanita de la más pequeña, de V.M. espontánea, alegre, ocurrente, brillante, y divertida que ganó mi corazón con una sola mirada de sus ojos glaucos y achinados.
El padre es otra cosa. Directivo de una importante empresa de ámbito nacional, es brillante y ocurrente aunque su esposa diga que “no habla nada”. Yo no lo veo así, pero ya saben, muchas hembras españolas fogosas, de mediana edad y máxime si son de Burgos, acusan cierta apatía o abulia del varón, pero yo que soy observador no acabo de entenderlo, pues le veo totalmente enamorado de ella y casi babeante.
Le está gustando mi trilogía, bomba de relojería capaz de espabilar a un dinosaurio, pero es la pequeña sin duda la que cautivó – repito - mi corazón y en algún raro momento – según la madre – yo el de ella.
Ahora todo se reduce a esa ventanita iluminada en que ella estudia y estudia, mientras yo siento el lento paso y el latido de ese elemento, esa realidad que tanto me ha obsesionado siempre, el paso del tiempo, que junto a la muerte y el amor constituyen la trilogía sobre la que bascula mi obra narrativa y teatral toda entera, tantas veces premiada y galardonada hasta la irreprimible saciedad.