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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

De nuevo con Paloma

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

miércoles 30 de mayo de 2018, 21:07h

30MAY18 – MADRID.- Estar sentado junto a Paloma Mejía presenciando en vivo, como decíamos en televisión española cuando grabábamos algo, es un raro privilegio, y digo raro, primero, porque se trata de algo muy especial, diferente a todo. Y privilegio porque te sientas la lado de un ser genial como he repetido en varias ocasiones.

De nuevo con Paloma

Han tenido que transcurrir muchos años, diría casi décadas, para que pudiera asistir en el Sancta Sanctorum que es el patio de butacas del “Teatro Victoria” de Madrid a uno de esos ensayos, en este caso de “La venganza de don Mendo” de Pedro Muñoz Seca y próximo a su estreno. Ahora se halla rodeada de sus actores y actrices, en su salsa, sus queridos actores a los que mima como si fuesen sus hijos.

El único ajeno a la ceremonia que va a asistir en esos momentos soy yo, que primero les he ido saludando y acto seguido ella misma me indica el asiento que debo de ocupar casi a su lado, pues ella suele sentarse en una butaca en el pasillo central y frente al escenario, a unos quince metros de distancia. En sus manos los cuadernos con los dibujos de los movimientos y el texto. Espera unos minutos a que todo se apacigüe, pues son trece los personajes y por tanto los actores que comentan o murmuran o señalan. En un momento determinado se pone seria, con el pañuelo de colores que lleva anudado a la cabeza, es guapa y graciosa, y aparece muy joven en esos momentos con una luz que emana de toda su persona.

Cuando ves “Miserables”, como ella gusta llamar su montaje de Víctor Hugo, o “Bernarda Alba” de Lorca, quedas impresionado no solo de contemplar algo que te recuerda lo mejor de los montajes que has presenciado a lo largo de tu vida en Nueva York o Londres, pero con ese sello añadido a cada secuencia o escena absolutamente innovador y propio de su mano.

Pero cuando, querido lector, asistes como digo a alguno de esos ensayos, te vas dando cuenta de la energía creativa que como un volcán en erupción va emanando a cada minuto, a cada segundo de sí misma.

Ello se ve y en varias direcciones. En las órdenes que va dando a cada uno de los actores en la forma de moverse y en recitar el texto, en el recorrido que tienen que hacer transitando un escenario polimorfo montado en grandes bloques cúbicos de placa negra dentro de un espacio escénico pintado también de negro.

Paloma viste de manera informal, con blusas o camisas hasta la media manga y anchos pantalones bombachos terminados en cómodas botas funcionales. Es preciso añadir que su agilidad es tremenda y cuando trepa hasta el escenario para enseñar a los actores el lugar o movimientos que deben realizar, lo hace con una gracia inimitable pues viene además del mundo de la danza y en su obra infantil “La brujita de la cara cortada” tardé más de media función en reconocerla.

Su voz es grave, inimitable, un poco ronca pero muy modulada y a la vez risueña como si se riera de ella misma o de sus ocurrencias repentinas y geniales; sí lectores, absolutamente geniales, pues en cada momento, a cada instante, da quiebros en el montaje y puede modificar en un segundo lo que acaba de decir anteriormente.

Esto en las obras estrenadas produce escalofrío y la sensación de que se va a dar un trastazo, pues cuando tiene al respetable en un puño y sin respiración y el éxito de un 10 en propia mano, da una cabriola y se la juega. Esto es siempre algo que me ha asombrado en ella. Es con si dijera: “mira lo tengo todo, pero me aburre la vida tanto que voy a hacer ahora todo lo contrario”.

Es absolutamente valiente y arriesgada y se la juega, como por ejemplo en su versión de la obra “El cometa azul” en que al final de la misma parece que el cometa va a impactar contra la tierra, para advertir de pronto el narrador por los altavoces de sala que no, que ya ha pasado sin rozarla, y es entonces, mientras los espectadores y actores respiran aliviados, cuando se produce la brutal colisión que nos envía a todos al otro mundo.

En este caso, “La venganza de don Mendo”, manda callar a los actores, dice donde tienen que situarse, como tienen que caminar, gesticular, verbalizar, y los va corrigiendo uno a uno, y se va complicando según va dirigiendo a pequeños grupos diferentes, hasta lograr un conjunto milimétrico y en movimiento rítmico, una danza pero que por momentos toma cuerpo visual fantasmagórico o fantástico - arrebatador, con ese sello o “marca de fábrica - paloma”, que es la recreación de un texto que lamentablemente un pequeño grupo de espectadores vetustos y enmohecidos no alcanza a comprender, pero que produce la locura de las almas jóvenes pertenezcan éstas a muchachos o a personas mayores.

Bien. Ahora de pronto se le ocurre la idea de que toda la escena transcurra a oscuras y los actores deben iluminar sus caras con la pequeña luz de sus teléfonos móviles, sus caras de abajo a arriba, lo que da un aire fantasmal, peligroso e inédito a la acción, al argumento. Los actores a oscuras van recitando el texto. Son como ciegos ambulantes por un infierno dantesco terminado en un pozo (“el agujero”) real en el escenario en el que pueden caer y precipitarse.

El agujero se repite varias veces y ella lo advierte otras tantas. Mi mente enfebrecida ya no sabe si se trata del agujero sexual, pues puede tomar un tinte erótico o de pronto darme cuanta espantado de que se trata de Marte. Sí, caminan sobre Marte pesada y lentamente con una enorme dificultad, la dificultad que mi Párkinson me obliga a caminar cada vez un poco peor, debiendo utilizar toda mi inteligencia para transitar y evitar un lugar muy lejano a mi querido y conocido planeta la Tierra, un mundo donde puedo personalmente caer en cualquier momento si tropiezo o trastabillo, o si alguien me empujara.

Es la oscuridad, la voz de los actores a veces quejumbrosa moviéndose con sus pequeñas luces o luciérnagas, parece una danza alucinante y espectral en un lejano planeta hostil. Comienzo a ver mi obra, quiero decírselo a Paloma, la sujeto por el brazo con mi mano izquierda, me escucha entonces brevemente, pero está perdida en la energía ardiente que sale de sí misma. Afectuosamente acerca su oído hacia mi cara, pero no puedo explicarle lo que veo, ya no es “Don Mendo”, ahora es Marte y puedo decirte lector querido que “Alien, el octavo pasajero” o “El Marciano” de Andy Weir y en el filme, la versión del gran Ridley Scott, pueden quedarse cortas si Paloma Mejía me diese la oportunidad en este juego repentino y fugaz que es la propia vida humana - tan corta e insuficiente -, de hacer un maridaje con su fuerza estremecida y mi imaginación genial, la de un niño que ha ganado casi todos los premios de teatro de un gran país llamado España, tan cutre y envidioso y miserable algunas veces, y tan generoso, espléndido y genial cuando alguna mano extranjera intenta estrangular eso que llevamos tan dentro nosotros, el honor y la gloria de haber descubierto el nuevo mundo. La creatividad, la fuerza transgresora, de vencer en el último instante el partido vital que habíamos perdido.

(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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