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RELATO CORTO

Microrrelato sobre el terremoto

Por Ulises González - desde Santiago de Chile.

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Arruinada mi musculatura por el ajetreo de tres partidos de fútbol a lo largo de ese viernes veintiséis, rechacé la invitación a la fiesta de un conocido mío que era dos años menor que yo, (aunque tenía otras cinco). Tres días después, debía cumplir veintidós.
Adeudados tres meses de internet y el deseo de escribir algunas líneas subyugándome, no vi razón en descansar el soma en la incomodidad del escritorio y sí la vi en reposarlo decúbito en el catre, entre la caricia terapéutica de las sábanas, lápiz y cuaderno en mano, como hace tiempo no hacía, socorrido sólo por la luz que a través del cristal de mi ventana se translucía desde un poste en la vía pública.

Tras quince minutos de ejercicio literario, compareció en mi mente la mejor idea de la noche. Y al tiempo en que solícito le iba a dar hospedaje en el blanco papel, la luz que a través del cristal de mi ventana se translucía desde un poste en la vía pública desapareció, y yo interpreté eso como algún literato en pena que envidioso del verso que iba a manuscribir hurtó la claridad que guiaría el trazo a su culminación.

Sobrevino entonces, con intensificación paulatina y terrible apogeo, aquella catástrofe de la que seguramente conocieron en sus noticieros las desastrosas consecuencias: un terremoto de grado ocho punto ocho en la escala Richter.

Se levantó primero mi madre, inmediatamente yo, y arrancamos a mis otros dos hermanos de sus yacijas de modo tal que no supieron si aun estaban soñando. Todo esto mientras la sacudida vigorizaba poniéndome en la imaginación el desparramo de ese segundo piso. Abrazados todos al pretil de la escalera, descendimos la ida y la vuelta más con la inercia del sismo que con la voluntad de nuestros pasos, y me enfrenté a los cinco minutos más temibles de toda mi vida: el pasillo hacia la puerta principal. Imaginé el desplome del segundo piso descrismándome, pero guardé la calma, en vistas de la angustia de mi madre. La puerta algo atascada se resistió a ser abierta, pero al tercer jalón cedió y por fin nos ofreció el dintel que, como teníamos aprendido, serviría de refugio, por más absurdo que parezca.

El zarandeo continuó otros tantos segundos, más de los que contiene un minuto. Y se sentían todos los vasos, las vasijas y los platos caer con estrépito a despedazarse. Aunque luego comprobaríamos que tan sólo cayeron dos platos y una olla, y el fragor era tan sólo el producto de la fricción entre estos cuerpos alharacos.

Finalizado el movimiento mayor, aunque agitados con frecuentes réplicas, hicimos estadía en el antejardín, no sin antes atisbar lo acaecido en la calle y en las fachadas de los hogares vecinos. Todos estaban sanos y salvos, aunque despavoridos. Y una gresca entre adolescentes se perpetraba en la esquina. El servicio eléctrico no retornó hasta cuatro horas después. En la tiniebla nocturna la radio del celular nos iba relatando la magnitud y los corolarios del cataclismo.

A dos cuadras vive una familia muy amiga de la nuestra. Mi madre, acompañada de mis dos hermanos, fue a visitarla. Me quedé solo. No tan reflexivo como se supone. Prestándole oídos a la emisora que a cada minuto sorprendía con lo inaudito: avenidas rajadas, pasoniveles derrumbados, edificios colapsados, tsunamis.

Un clamor provino de las veredas, varios jóvenes, exaltados, me nombraban, buscando venganza de una paliza que supuestamente le había propinado a uno de los suyos. Preguntaban por mi domicilio, me llamaban a que saliera a dar cara. Y yo, sin entender más que si salía a tratar de dilucidar el malentendido me iban a caer encima, me escondí y escuché entre la vocería, promesas de balazos. Temí un buen rato, pero ya al fin, cuando llegó mi familia, recobré la calma que toda la situación permitía.

Casi dos meses después, puedo contarles por un lado el alivio de que esas promesas no se cumplieron, y por otra parte que es una lástima que todo ese gran contratiempo me haya arrebatado para siempre -a pesar de mis vanos esfuerzos por recordar- las palabras que interrumpió.
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