Aquellas mujeres, así como las mujeres de otras partes del mundo que viven en sociedades más cerradas pero menos competitivas quizás no puedan disfrutar de autonomía económica, de autonomía sexual, de autonomía en mayúsculas, pero si disfrutan de una comunidad que las apoya en su periodo de gestación y crianza, y que respeta que hay un tiempo en que una mujer deja de ser el centro de su propia vida para darse a otro, y que ese tiempo no es un tiempo de autonegación, sino de sorprendente conocimiento.
La postmodernidad nos ha hecho creer que ser madre es aburrido y cansado. El mercado nos ha hecho creer que ser madre es una perdida de nuestro precioso tiempo productivo. El deseo de ser dueñas de nuestra propia vida nos ha hecho olvidar que somos animales gregarios, que es imposible lograr la felicidad sin amigos, sin familia, y a veces, sin responder a esa fuerte llamada interior que nos empuja a dar vida.
Ya saben que para mi el feminismo es igual de bueno para los hombres que para las mujeres. El feminismo nos libera a todos por igual. Recuerdo que cuando nació mi primer hijo solía congelar mi propia leche para que la era tecnológica jugara a favor del apego. Mi bebe tomaba siempre leche materna, pero a veces se la daba papá. Y es que papá también necesitaba saberse parte y vivir el proceso. Papá no quería ser un hombre que se aparta ante la ternura, que llega cansado después de trabajar y se pierde el baño, los balbuceos, las risas y los primeros pasos.
Volviendo la vista atrás me doy cuenta de que era una mujer afortunada. Con dos niños a mi cargo y sin empleo, tuve cuatro años para disfrutar de la maternidad. Lastima que en aquel momento llorará amargamente pensando que ya no era una parte valiosa de la sociedad.
¡Qué equivocadas estábamos la sociedad y yo!