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Opinión

Hugo Chávez y la imagen del pueblo

Por Adolfo Vera Peñaloza – desde Concón - Chile

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h

La muerte de Hugo Chávez puede ser una buena excusa para, lejos del afán demonizador o santificador –lejos, a fin de cuentas, de la teología- volver sobre una cuestión esencial para el análisis de una experiencia política: la cuestión de la representación o exposición del pueblo, del socius, de la comunidad (aunque cada uno de estos términos, naturalmente, posea su propio peso específico).

Justamente, el último libro del filósofo francés Georges Didi-Huberman, uno de los más agudos teóricos de la imagen en nuestra época, Peuples exposés, Peuples figurants (Pueblos expuestos, pueblos figurantes) trata de este asunto. Es, me parece, un excelente punto de partida teórico para destacar tres o cuatro aspectos de una cierta concepción de la representación política –es decir, de cómo se configuran las “cosméticas” ( el término es de J.L. Déotte) por medio de las cuales lo real “aparece”- que, junto a otras que son predominantes en nuestra época, coinciden en “exponer al pueblo” –y entendamos por éste, con Benjamín, a los “vencidos de la historia”- a su desaparición. Según Didi-Huberman, hay dos modos por medio de los cuales el pueblo (que nunca es una entidad abstracta, sino siempre una cierta “imagen del otro”) puede estar abocado a su desaparición. Por una parte, ésta puede provenir de una cierta cantidad de estrategias políticas destinadas a impedir la “aparición” –y por ende, su constitución en imagen- de un cierto grupo social. El siglo XX será recordado, entre otras cosas, como aquel en el que se pusieron en práctica una serie de estrategias para no sólo hacer desaparecer, exterminándolos, a grupos enteros de la especie humana (judíos, gitanos, armenianos, enemigos del pueblo) sino para, al mismo tiempo, acabar con toda representación suya en tanto seres humanos (las fotos que los verdugos realizaban, con afán documental, de las víctimas, antes de decidir su casi total aniquilación,  mostraban a éstas no como seres humanos – como “semejantes”- sino como seres reducidos a una pura función biológica, es decir, como muertos-vivientes). Esta estrategia buscaba entonces hacer desaparecer toda huella, toda imagen, todo registro de la desaparición. Si la imagen es, para nosotros los humanos, un tipo de existencia que posee una cierta corporalidad y una cierta vida propia –hay una cierta biología de la imagen-, una política (como la totalitaria) que pretenda la desaparición total y absoluta del enemigo (y este enemigo será siempre para el totalitarismo el pueblo en cuanto potencia disruptora del orden y del control) deberá hacer desaparecer, igualmente, a las imágenes. Lo que el totalitarismo detesta de esta “vida” de las imágenes, de esta particular clase de biología, es su movimiento gaseoso, su existencia de fluido y, ante todo, su carácter de multiplicidad siempre en devenir.

Ahora bien, lo anterior refiere a sólo un momento de un fenómeno bastante más complejo y paradojal. Pues el pueblo (y la política totalitaria verifica igualmente este otro momento) puede igualmente ser “expuesto a desaparecer” por un procedimiento en apariencia contrario a la desaparición, el de la sobre-exposición. Los filmes de la realizadora nazi Leni Riefensthal son la prueba de cómo el carácter de multiplicidad en perpetuo devenir propio al pueblo (y a la vida de las imágenes) puede ser atacado al sobre-exponer, monumentalizando en una épica de héroes y semidioses, a los grupos sociales militarizados. Pero Didi-Huberman nos recuerda también a los “extras” (figurants) que hacen de protagonistas en los reality-shows como otros tantos sujetos que pierden su carácter de “pueblo” justamente porque pierden su condición múltiple y deviniente, “encerrados” y repitiendo gestos mecánicos en un dispositivo de control que es el que impera en nuestra sociedad actual. Así, tanto los procedimientos estético-políticos  propios a los totalitarismos como aquellos inherentes al capitalismo coinciden en –ya sea mediante la sub-exposición o a través de la sobre-exposición- negar una representación del pueblo que le haga justicia en términos de su condición múltiple y de su carácter de flujo en perpetuo devenir. Pasolini, en uno de sus últimos artículos, hablaba del pueblo de los jóvenes de los suburbios de Roma como de “luciérnagas”: en un movimiento espectral –y en su inaprehensibilidad el pueblo siempre tiene algo de espectral- ellos aparecían y desaparecían, y Pasolini, como sabemos, amaba salir en su búsqueda, ya sea para filmarlos o para amarlos. Un día –nos dice en dicho texto- ya no volvió a encontrar a esas luciérnagas: habían desaparecido ante los ojos de los intelectuales del Partido Comunista, quienes, a decir verdad, jamás los habían visto, pues ellos poco o nada sabían de estos “vencidos de la historia”.

El modelo de representación política aplicado en Venezuela por Hugo Chávez no es capaz de hacer justicia a este carácter espectral propio de las luciérnagas. Por más que intente acercarse a ellas, en un gesto mil veces más noble que el de los totalitarismos o el del capitalismo que busca, de plano, exterminarlas, su discurso triunfalista –¿no fué este triunfalismo el que fustigó de una vez por todas Benjamín en sus Tesis sobre la historia?-, su monumentalismo, su obsesión con su propia capacidad en “hablar por” el pueblo como su profeta, poco y nada dicen relación con una realidad – la del pueblo, la de aquellos “cuya comunidad es la falta de comunidad” (Blanchot)- que es en última instancia inapropiable, indefinible, espectral como las luciérnagas. Un pueblo que se pretende ordenado y concentrado en la consecución de un fin, alineado en un listado de principios y dogmas, consecuente o excluido, seguro de su triunfo, un pueblo de esas características no es un pueblo, es una representación  en la que él está –como en todos esos murales donde no aparece el pueblo, sino el rostro de Chávez gigante como el guía, el pastor o el gran hermano que quiso ser- expuesto a desaparecer.

Yo seré el último en negar la importancia social de muchas reformas o revoluciones aplicadas en su gobierno. Pero su error –y cómo desentonan en nuestros oídos esos cánticos burdamente celebratorios que circulan hoy en su memoria- fué el de obligarnos a hablar de él en estos momentos, cuando deberíamos hablar del pueblo, que no es un sujeto ni una persona, sino una multiplicidad.

 

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