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CRONICA DESDE PARIS

Los espectros de Raúl Ruiz, a partir de La Maison Nucingen (2009).

Afiche cinematográfico de la última película del cineasta chileno Raúl Ruiz: La Maison Nucingen (2009).
Afiche cinematográfico de la última película del cineasta chileno Raúl Ruiz: La Maison Nucingen (2009).
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Toda la vasta (por no decir prácticamente innumerable) obra cinematográfica de Raúl Ruiz (Chile, 1941) está atravesada por la cuestión de la espectralidad. Pocos cineastas como él, han explorado, hasta el límite y más allá incluso, las posibilidades técnicas propias a la imagen cinematográfica para crear y representar lo que habremos de nombrar como la “realidad de los espectros”.
Esta realidad, en la obra de Ruiz -desde La vocation suspendue hasta La Maison de Nucingen- está fuertemente determinada por el uso habitualmente inaudito que Ruiz hace de las posibilidades técnicas propias al aparato cinematográfico. Se trata, para Ruiz, de una exploración sistemática en lo que llamaremos las “posibilidades espectrales” de la imagen cinematográfica. Ya desde su famosa teoría contra la “ideología del conflicto central” -es decir, contra la idea de que un film debe “contar una historia” que gira en torno a un eje, a la manera aristotélica, con unos personajes que redundan en él y permiten su desarrollo, determinando igualmente a los otros elementos técnicos y discursivos propios al film-, pero igualmente y sobre todo en el uso de momentos técnicos esenciales a la realidad de un film como el montaje, la banda de sonido y el guión (que pierde su importancia respecto a los 2 primeros elementos) la obra de Ruiz ha consistido en la configuración de la realidad del film como una totalidad abierta y en expansión, en la que ningún momento es más relevante que otro, tendiendo todos a una diversificación y deshomogeneización constante. Lo anterior dará lugar a la consideración de la obra fílmica como una totalidad no-homogénea y no-unitaria: Ruiz se basa para ello en teorías propias a la física cuántica -podría uno decir que su verdadero aporte ha sido el de instalar el “principio de incertidumbre” en el relato cinematográfico- y en las de la neurociencia, que definen al pensamiento (su cine es en este sentido un “cine del pensamiento”, un “cine que (se) piensa”) como fundado en lo que Francisco Varela llamaba “estructuras emergentes”, es decir, creación de la realidad a partir de núcleos de sentido que no vienen dados por ninguna “objetividad” predeterminada. Al mismo tiempo, esto permitirá (y películas como L'hypothèse du tableau volé y Les trois couronnes du matelot, como Días de campo y Trois vies et une seule mort son claves en este sentido) la elaboración de un mundo (el mundo del film) que posee sus propias leyes, autónomas de la “realidad objetiva” y que se desenvuelven a partir de una espacio-temporalidad que no busca la conexión con la realidad exterior al cine. Aunque esto le ha valido numerosas críticas de “esteticismo” -pecado grave para un cineasta latinoamericano-, Ruiz parece decirnos (y de hecho nos dice en su importante libro Poética del cine) que toda crítica social y política -que en su cine son por lo demás momentos esenciales, en directa conexión con la cuestión de la espectralidad, como veremos más abajo- aparecerá como ínsita al lenguaje propiamente cinematográfico, como estrictamente singular al universo (espacio y tiempo autónomos) del film, universo permitido por las posibilidades técnicas del aparato cinematográfico, posibilidades -como decíamos- esencialmente “espectrales”.

¿Qué es un espectro? A esta pregunta, qué duda cabe, puede responderse de diversas maneras. Desde la respuesta propiamente “espiritista”, aquella que solemos menospreciar pero que en verdad echa sus raíces en una de las más profundas creencias humanas, la creencia en los “espíritus” -entidades que deambulan entre la vida y la muerte y que vuelven a “penarnos” para exigirnos cuentas-, hasta la científica -aquella que, por una parte, niega radicalmente esas creencias ubicándolas en el mundo de las mitologías, y, por otra, intenta probar su existencia sometiéndola a la prueba de los aparatos captadores de imágenes, como la fotografía-, pasando por la filosófica (desde Lucrecio hasta Derrida) y la poética (siendo el Hamlet de Shakeaspeare la obra clave en este punto). En verdad, cada una de estas “miradas” -pues, tratándose de “apariciones” hablamos siempre de miradas- se constituye en una fusión con alguna otra, y no es erróneo afirmar que cuando el “primitivo” o el hombre arraigado en las creencias populares siente la necesidad, sobre todo en torno a los ritos funerarios, de conjurar a estos seres que no terminan de morir y que por ende erran en desgracia o peligrosamente, en él aparece igualmente la pregunta poética (aquella que un día se plantearían Baudelaire y Mallarmé por ejemplo) acerca de la “vida” que anima desde dentro al movimiento y al devenir de las cosas, pregunta que ya había inaugurado a la filosofía gracias a Heráclito. Lo mismo puede decirse de aquellos “experimentos” científicos que, hace no mucho, realizaban Marey y Bergson para demostrar que el aparato fotográfico podía captar a un “espectro”, es decir -como lo señala el uso científico del término- una emanación luminosa y energética (compuesta de “éter”) que libera el cuerpo viviente. Todas éstas, cuestiones y términos que harían reir a un “científico serio”, hoy en día.

En el contexto de este tipo de fusión de modos de aproximación que la cultura ha desde siempre establecido para referirse a la cuestión esencial de los espectros, el aparato fotográfico, primero, y el cinematográfico, después, permitieron, desde sus orígenes, la producción técnica de imágenes que serían consideradas como esencialmente espectrales. Nadar, en sus memorias tituladas Cuando era fotógrafo, refiere cómo en torno a Balzac, en el decenio que siguió al descubrimiento por Niepce de la fotografía, se constituyó un grupo de intelectuales y artistas que – a partir de lo que el propio Balzac había definido como una Teoría de los espectros- se reunían en sesiones de espiritismo a “fotografiar fantasmas”. No es, tal vez, que La Maison Nucingen esté basada en una nouvelle del propio Balzac. Desde entonces y hasta al menos Anton Bragaglia, fotógrafo futurista italiano que practicó sistemáticamente la fotografía de “espíritus” -llegando a publicar manifiestos y manuales técnicos al respecto- la fotografía, el arte y el mundo de los espectros sellarían un pacto estrecho, pacto que a su vez sería el propio a los llamados usos sociales de la fotografía, usos que indican la profunda creencia -propia a cada uno de nosotros- en que esos pigmentos o esos pixeles producidos ya sea por un proceso químico o por uno numérico refieren (como de hecho refieren) a una existencia “real y concreta”, por lo que entonces esa misma imagen posee la realidad al mismo nivel que lo referido-fotografiado -lo que la estricta racionalidad obliga a negar-, poseyendo de tal modo esas imágenes (que en cuanto tales, y como pensó ya Platón, indican la “falsa realidad” de los simulacros, de un phantasma) una vida propia, por lo que es preciso cuidarlas e incluso -como ocurre con las fotografías de nuestros seres queridos muertos- rendirles alguna especie de culto (lo que indica cuán poco cuenta aquella “estricta racionalidad” en nuestros modos de pensamiento). A eso se refería Walter Benjamin cuando postulaba que cada fotografía contiene un momento “cultual” -ligado a los cultos y ritos más arcaicos en torno a las imágenes- y otro propiamente técnico, sin duda el esencial y el que la distingue en su particularidad, el que permite lo que Benjamin llamaría “reproductibilidad”. Cada fotografía, según Benjamin, no obstante el evidente valor de reproductibilidad técnica (que la obliga a aparecer como un producto tecnológico desechable) posee un “valor aurático” que le permite aparecer como la “manifestación de una lejanía, por cercana que [la imagen] pueda aparecer”, siendo el retrato fotográfico (justamente el tipo de fotografía que más intensamente atesoramos) el “último reducto del valor cualtual de la imagen”.

Es evidente que, en ese sentido, las consideraciones de Benjamin permiten observar cómo en la “imagen técnica” se cuelan todavía creencias que, en una primera mirada, parecerían totalmente externas a semejantes producciones de la tecnología. Es así como la creencia en los espectros, más fundamentalmente en la posibilidad de “observar” a estos seres a primera vista imperceptibles, podía fundarse en la facticidad técnica del aparato fotográfico -y aquí la idea clave, desde los orígenes de la fotografía, fue la idea de que el ojo del aparato fotográfico puede efectivamente percibir realidades que el ojo humano no puede, lo que al propio Benjamin le permitió postular el concepto de “inconsciente óptico”.

A partir de la “imagen técnica” propia a la fotografía, aquella que correspondería al cine adquiriría esta misma posibilidad de acceder -constituyéndola y conformándola al mismo tiempo- a la “materialidad” imaginal de los espectros. En un contexto de mayor complejización, no sólo en lo referente a las condiciones técnicas particulares al cine -fundamentalmente en la constitución de una imagen-movimiento, en la posibilidad de una banda de sonido y de música, en la conformación global de estos momentos a partir del montaje-, sino que a su vez en términos de producción e industrialización, el cine se constituirá en una verdadera usina de espectros: todo esto (agreguemos de pasada -imposible profundizar más aquí- al video y a la televisión) llevará a Jacques Derrida (gran teórico de la espectralidad) a afirmar que “el porvenir es de los fantasmas”.

Todas estas características pueden, como afirmábamos al inicio, ser confrontadas en cada una de las innumerables películas de Raúl Ruiz, aunque aquí nos quedaremos en la última, La Maison Nucingen.

Como en gran parte de los filmes de Ruiz -pensemos acá únicamente en Las tres coronas del marinero (Francia-Chile 1983) o en Tres vidas y una sola muerte (Francia-Portugal 1995), aunque es imposible dejar de mencionar Dias de campo (Francia-Chile, 2004) o la serie televisiva para la televisión pública chilena La recta provincia (Chile, 2007)- en La Maison Nucingen (Rumania-Francia- Chile, 2008) la cuestión de la “realidad” de los espectros es central. En cada una de estas películas se trata de indicar la imposibilidad -en el mundo autónomo del film- de diferenciar espectros de “seres vivos” (siendo los espectros, en un film al menos, “tan vivos” como un ser vivo). Uno podría decir que, en términos estrictos, cada objeto filmado aparece, en la proyección, como un fantasma (y aquí el origen etimológico de “simulacro” es muy instructivo: phantasma), pues finalmente no se trata más que de su ilusión espectral, y en tanto imagen dicho objeto no posee, en ningún caso, una realidad como la que encontramos en la “realidad”; como decía ya Platón, la imagen es copia de una copia (pues el objeto “real” según Platon es copia a su vez de la Idea), simulacro, phantasma. Siendo esto correcto, no es preciso olvidar que la pelea de Ruiz es justamente contra lo que él denomina “ideología del conflicto central”, y que podemos resumir como el postulado (aristotélico) de que la obra cinematográfica (como la teatral y la literaria clásicas) debe “dar la ilusión” (mimesis) de que lo que el espectador observa es una “historia real” -el sufrimiento de la mujer que ve partir a su novio a la guerra es el de una “mujer real” y no el de una actriz rodeada de focos, cámaras, luces y decenas de miembros del equipo técnico-, justamente con el objetivo de provocar la emoción (el pathos aristotélico). Este “giro retrógrado” -respecto al teatro y a la literatura que, desde Flaubert y Brecht al menos habían abandonado ya definitivamente a Aristóteles- se impuso rápidamente en la industria norteamericana, no obstante el cine europeo siempre tendió hacia el movimiento contrario, y finalmente la lucha contra él fue lo que definió gran parte de la obra de cineastas de la generación anterior a Ruiz (sin duda grandes influencias para él) como Godard, Antonioni, Buñuel, Duras, Gaubler Rocha, Pasolini y Bergman. En el caso de Ruiz entonces, se trata de mostrar (como ya hemos dicho, gracias a las posibilidades técnicas del aparato cinematográfico, ya insistiremos en este punto) cómo en el universo del film es imposible (y no tiene mucho sentido por lo demás) distinguir entre fantasmas y seres de “carne y hueso”. Ahora bien, si en Las tres coronas del marinero la imagen difusa, con planos en contrapicado excesivo y completamente anti-naturales, todo esto sumado a un montaje aleatorio y no determinado por la progresión de una “historia”, permitían la constitución de una atmósfera espectral, y en el caso de Dias de campo se trataba fundamentalmente de la fotografía de espacios interiores de una antigua hacienda del campo chileno, espacios sombríos y como ausentes del tiempo (espacios fuera del tiempo y del espacio), en el caso de La maison Nucingen -como en el de La hipótesis del cuadro robado, en Klimt o en Tres vidas y una sola muerte- el “efecto de espectralidad” viene dado fundamentalmente (como en verdad en todas las películas de Ruiz) a partir de la constitución de un fenómeno de relato (de “fábula” diremos en términos de Rancière) que identificaremos con el “rumor” y no con el “discurso”, y esto (no puede ser de otra manera) gracias a la ultilización singular y única de Ruiz respecto a las posibilidades de la “banda de sonido” -voz en off, banda de música, ruidos atmosféricos, “discurso” de los personajes- que generan una atmósfera de confusión y de irrealidad respecto, justamente, al momento (el discurso, el lenguaje) del cual todos esperamos la “comunicación”: y sucede que en los films de Ruiz -fundamentalmente en el último, La maison Nucingen- no ocurre la “comunicación”, sino el “rumor”, es decir, el entrelazamiento sin sentido y unidad -tendiendo al desplazamiento y a la deshomogeneización- de frases, fragmentos de discurso, voces, ruidos que en verdad refieren a un estallido de la temporalidad, al anacronismo que según Derrida es la clave de lo que él mismo llama “efecto de espectralidad”. Efecto de espactralidad, es decir, la confusión y la disolución del ordenamiento de las categorías lógicas que determinan la progresión de una historia (y todo aquello que estaba ya en Aristóteles y que el cine mantuvo intocado, personajes principales y secundarios, climax y desenlace de la historia, anudamiento de los elementos imaginales en torno a un relato relativamente preciso, etc.), confusión entre seres que ante nosotros aparecen como representando “seres vivos” y otros que, respondiendo en verdad a la esencia de una imagen fílmica, se nos aparecen como espectros; culminando, entonces, todo aquello, en un mundo en el que -producto de la función de espectralidad propia a la complejidad técnica del aparato cinematográfico- gobierna un fundamental principio de espectralidad.

La “historia” (para no decir el “argumento”, pues es posible en cine hablar de una “historia” sin argumento) de La maison Nucingen es simple, y refiere al género, ya clásico, de la historia de vampiros, cuyo referente máximo, en literatura, es el Drácula (1897) de Bram Stoker y, en cine, el Nosferatu (1922) de Murnau, obra cumbre del Expresionismo alemán. De hecho, la película de Ruiz se basa en la nouvelle homónima de Balzac y en una historia de Mircea Eliade, el célebre escritor e historiador de las religiones rumano que realizó su carrera en Francia. Evidentemente, la película de Ruiz es, en espíritu, mucho más cercana a la historia vampiresca de Eliade que a la nouvelle realista de Balzac, de la cual conserva en todo caso el “argumento”: un aristócrata gana un viejo Hotel jugando al póker, el que va a visitar junto a su joven esposa. El hotel está habitado por espectros, por voces del más allá y seres que aparecen como reales y, de pronto, se muestran como puros espíritus. Los propios habitantes de la Maison parecen propiciantes de este mundo autónomo que es el de la Maison -la Maison como el universo autónomo del cine y de la literatura, como puede corroborarse a partir de la innumerable cantidad de citas a películas de Buñuel, Oliveira, etc, y libros de Poe, Rimbaud, etc.- y rápidamente descubriremos que ellos mismos, supuestamente “de carne y hueso” no son menos espectrales que los espectros mismos. Espectros, y vampiros. Esta “historia” entonces se fundará en las opciones técnicas de Ruiz, desde la más básica como es la de filmar en DV, técnica digital que obliga a la percepción a concentrarse en los tonos fríos, por lo que la película aparece sobrecargada de una atmósfera glacial, cadavérica; la utilización de una voz en off que refiere hechos que no tienen ninguna relación con “lo que pasa”; la banda de sonido (esto es una constante en la obra de Ruiz) “penada” de cantos de otra época, de voces de niños, de canciones de cuna, además del ruido de objetos que no aparecen en la escena: todo tendiendo, como decíamos, a la propagación de los “efectos de espectralidad”, todos centrados en el fenómeno del anacronismo, es decir, en la no-contemporaneidad del tiempo consigo mismo. El anacronismo mayor, claro está, es el de haber situado la Maison Nucingen en Chile, en una vieja casona que claramente aparece como en nuestra época, es decir, como una vieja casona de fines del siglo XIX pero habitada hoy día por seres, en verdad fuera del tiempo pero que en realidad – de acuerdo al “supuesto argumento”, una trampa puesta ahí por Ruiz para complicar las cosas- vivirían a fines del siglo XIX, en fin, anacronismo sobre anacronismo -lo que de inmediato suscitó la critica de los “perfeccionistas” franceses, que no entendieron el efecto anacrónico, en el sentido de que esto efectivamente representa una grave falta en la mise en scène, como también le criticaron la descoordinación del audio, errores en la dirección de los actores, ¡cuando todo eso está ahí justamente para provocar el efecto de espectralidad!

Efecto, igualmente, político de la espectralidad como potencia anacrónica: ¿no es Chile un país en que justamente, después de tanta sangre corrida por las calles, de tantos desaparecidos que hoy rondan como nuestros espectros, pidiéndonos cuentas, no es Chile un país que, como en la Maison Nucingen, está penado cotidianamente por la ausencia de “comunicación”, por la imposibilidad de ubicarse en su propio tiempo y en su propio espacio, des-identificado para siempre? ¿País de fantasmas y de vampiros?
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