Lisboa, Pessoa, los fantasmas.

Lisboa es a la literatura lo que los espectros a la ciudad. Un día habrá que pensar más intensamente la relación entre literatura lusófona y espectralidad. Desde Camôes (Os Lusíadas) hasta Lobos-Antunes, pasando por Saramago y Tabuchi (de nacionalidad italiana aunque de espíritu portugués) la literatura portuguesa no ha hecho más que describir el proceso por el cual lo que llamamos “realidad” es deconstruído, desestabilizado y finalmente aniquilado por una porosidad espectral que anula toda objetividad -¿no ha sido aquello el motivo central de Os Lusíadas, donde Camôes finalmente pone en cuestión todo el imaginario que hasta entonces constituía a Occidente, al confrontarlo a aquello que Vasco da Gama -a partir de un periplo cuya extensión, desde ya, desestabilizaba toda referencia a una “posibilidad de lo real”, sometiendo la realidad a una fisura por la cual se cuela la “imposibilidad”- había “descubierto”, es decir: la alteridad como espectralidad: América como el espectro de Europa?

Más precisamente: ¿no ha sido ese el gran legado de Fernando Pessoa, es decir, el inscribir la alteridad radical -la espectralidad- al interior del sujeto escritural mismo (la heteronimia), pero inscribiendo a éste en el tejido urbano, es decir, contaminando de su espectralidad la “realidad” de la ciudad, o más bien haciendo equivaler las dos espectralidades -del sujeto escindido en cientos y de la ciudad que lo recibe y potencia su escisión- en una, cuya potencia es idescriptible, que anulará toda diferencia entre “espectros” y “vivos”?

Después de Pessoa, caminar por Lisboa es hacerlo como un fantasma entre fantasmas, como alguien que a cada instante -frente a cada esquina, en cada café, en cada calle ascendiendo empinada bajo el sol reventando- busca potenciar su esencial espectralidad.