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CAFÉ CON POLÍTICA, POR FAVOR…

Honduras de los golpes de Estado

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Cuando creíamos que la consolidación de la democracia latinoamericana había enterrado los golpes de estado militares en la historia, Centro América los resucita. Y es que no cabe utilizar, para el caso hondureño, eufemismos para reconocer que positivamente se ha producido un golpe de Estado, independientemente de la duración final que éste tenga y del hombre que presida el Ejecutivo. Es posible que estemos presenciando los últimos estertores propios de los contrastes entre lo viejo –los tradicionales golpes de Estado militares- y lo nuevo –los cambios estructurales y constitucionales-, hasta el extremo de que quizás el propio Zelaya pueda estar dividido entre sus viejas costumbres y las nuevas posibilidades que se abrieron a su paso.
Desde 1989 –salvo el golpe de Haiti en el 2004- no se había producido en los últimos veinte años –tras el de Stroessner- un golpe de Estado exitoso en América Latina. Se había instalado un punto de inflexión en la Historia americana al volverse común la idea de que las Fuerzas Armadas iban a ser controladas por el poder político asegurándose este último la apertura de las fuerzas militares hacia la convivencia con profesionales civiles en sus mandos. Se produjeron entonces importantes transformaciones en pos de avanzar en el sentido de atender la voluntad política de los pueblos para consolidar la democracia.

La OEA aprobó declaraciones favorables a la democracia que consolidaron la transparencia en temas de Defensa. Sin embargo, también consensuó una declaración de seguridad hemisférica reconociendo la multidimensionalidad de las amenazas a la seguridad. Este mensaje respecto al papel de los militares resultó confuso ya que por un lado se condenaron los golpes de Estado pero por otro se animó el ejercicio de la función de seguridad y defensa de la clase castrense -probablemente porque no hubo una idea clara de cuál sería la dirección política de la Fuerzas Armadas-.

Siendo los militares protagonistas, no podemos despreciar, el papel que jugó el Pentágono estadounidense. Se creó la Agencia llamada “Centro de Estudios Hemisféricos de la Defensa”, con el objeto de formar civiles -en América Latina- capacitados para ejercer funciones en el sector militar. Sin embargo desde el año 2005 este objetivo se ha estancado ya que los militares se han estado resistiendo a aceptar injerencias en sus asuntos al objeto de mantener su poder intacto –no hay que olvidar que muy a menudo encontraremos que en sucesivas generaciones los apellidos de alto rango se repiten-. De hecho, en la mayoría de los Ministerios de Defensa encabezados por militares, estas reformas no parecen haber terminado de cuajar ya que, a tenor de sus libros blancos, lo que se recoge es una especie de propaganda sobre su institución, pero no se percibe un firme intento por lograr un consenso social entre civiles y militares y tampoco podemos decir que haya transparencia ya que los objetivos militares, a menudo confidenciales, no son coincidentes con los que busca la democracia a la vista del golpe de Estado hondureño.

A estas alturas de la Historia no parece sano para una democracia construirse y destruirse con las rémoras de un golpe de Estado militar. Puede ser que las fracturas internas causadas por gobiernos castrenses, -en centro América y en el sur del continente-, e inspiradas por motivaciones ideológicas y hasta antropológicas sigan rasgando el continente actualmente, pero no hay que olvidar que la propia coyuntura internacional está obligando a superar esos antagonismos cobrando diferentes precios a sociedades que se ven obligadas a asumir las deudas de la historia pasada y contemporánea. Ya no debieran caber golpes de Estado constitucionales, mesianismos indigenistas ni desilusiones generacionales; América Latina –especialmente sus pueblos, que son los únicos que tienen la última palabra- está tomando las riendas de su historia imponiéndose al presente, adaptando su realidad a lo que verdaderamente ofrezca una relación de satisfacción entre la ciudadanía y sus instituciones.

Tomando en cuenta estas consideraciones, anotamos lo siguiente en términos de actualidad. En primer lugar que Estados Unidos tiene cerca de Tegucigalpa –desde 1981- la base militar de Soto Cano –que también es la sede de la Academia de la Aviación de Honduras-, destinada a convertirse en aeropuerto internacional a iniciativa del depuesto presidente Manuel Zelaya –quien lo anunció en mayo del 2008-. Esto es significativo ya que implica que la presencia militar estadounidense en la zona termina, a lo que hay que añadir que la construcción de la terminal civil cuenta con la financiación del ALBA –por tanto interviene Venezuela-. En segundo lugar, hay que tener presente que un golpe de Estado debe partir de organizadores que ocupen posiciones estratégicas para poderlo ejecutar. Es decir, que debe contar con un ejército humano civil y militar –más allá de los generales Prince Suazo y Romeo Vásques, éste último destituido por Zelaya cuatro días antes del golpe-, fidelizado, motivado por la causa y que entienda que cuenta con los recursos suficientes para ejecutar y llevar a cabo un golpe de Estado exitoso. En tercer lugar, está el hecho de que Zelaya –quien terminaba su periodo legislativo el 27 de enero de 2010- había anunciado un referéndum sobre la Reforma Constitucional –concepto que está recorriendo el continente como la pólvora-, a pesar de la oposición del poder judicial y de miembros de su propio partido.

El resultado de esta tensión geopolítica de múltiples frentes ha sido el menos deseable. Entendemos que la élite golpista estimó que las instituciones de su país estaban en riesgo, y que, en esas condiciones, no podrían asumir los nuevos desafíos que la política interior y exterior requerían, no sólo en términos de soberanía sino del poder simple y puro por garantizar la defensa del status quo. Esto aparcó la necesidad de reconocimiento por la Sociedad Internacional pero les ha acercado a sanciones que sumirán a la Nación hondureña en un período de incertidumbres.

En definitiva, los golpistas, al haber considerado que debían alcanzar el objetivo de obtener el poder pasando por encima de principios, intereses generales y derechos fundamentales tales como es el resultado de los comicios generales –que colocaron a Zelaya a la cabeza del ejecutivo-, y dejando aparcada la lucha del pueblo y la justicia hondureña por el restablecimiento del orden constitucional –que estaba persiguiendo al depuesto presidente hondureño por delitos contra la Nación-, lo que han logrado es colocarse en una posición muy delicada.

Así no es de extrañar que el cardenal Oscar Andrés Rodríguez interviniera advirtiendo de que el regreso de Zelaya podría “desatar un baño de sangre”, puesto que en esta situación cabe pensar que el restablecimiento del orden –y por tanto el éxito del golpe- se verificaría al implantarse una nueva legalidad, con un nuevo principio legitimador, cambios de personas en los cargos –un nuevo presidente-, así como de las instituciones y del régimen en general–renunciar al plebiscito constitucional-. Este panorama se complica aún más tras la denuncia de Moncada ante la OEA afirmando que los afines al régimen de facto de Micheletti están distribuyendo armas, ya que se plantea una división social motivada por el descontento.

De todas formas, semanas después del golpe de Estado es cuando se sabrá donde está el verdadero poder en Honduras. Esto es lo fundamental, pues muchas veces el golpe de Estado se ha presentado como una solución rápida a una situación de crisis con un claro desprecio por los costes sociales. Sin embargo, es precisamente después del desorden donde radica la responsabilidad individual e institucional que le corresponde al ciudadano y al Estado.

Además no hay que olvidar que, al margen de esas consideraciones, también se observa que subsiste un claro empuje por consolidar las estructuras institucionales de los países latinos para garantizar que el orden democrático permita coger el tren de la globalización.

En la convergencia de todos estos factores, es inevitable preguntarse, -con Zelaya ante las fauces de la justicia si regresa a Honduras-, qué sentido tiene, precisamente ahora, la reaparición de un golpe de Estado tradicional, y si esta situación es un síntoma del camino que seguirán los procesos de transformación que recorren América Latina. Es decir, si no cabe la interpretación de que, si Zelaya estaba perdiendo el poder, al estar en curso las acusaciones de la fiscalía, en realidad la carrera hacia el referéndum constitucional era su único camino de salida ya que ahora sólo hay una cosa que importa por encima de las demás: restituir a un presidente electo por sufragio universal en su cargo, sin tomar nada más en consideración. Así, los graves errores cometidos se han convertido en el escenario para un crimen político perfecto respecto a Zelaya pero no así para los procesos de cambio latinoamericanos.
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