www.euromundoglobal.com

CRONICA DESDE PARIS

La desaparición de Chile

Un detenido-desaparecido en Chile
Un detenido-desaparecido en Chile
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
En los últimos cuatro o seis meses, en Chile, una serie de hechos en apariencia desligados entre sí han encontrado su conjunción -unidad espectral, simbiosis de lo fantasmal- en reposicionar con intensidad la que habrá de ser considerada como la cuestión más relevante, en atención a la intensidad sombría que ha movilizado en el mundo entero, de aquello que solemos dar en llamar nuestra contemporaneidad: la cuestión de la desaparición política. Esta contemporaneidad, definida según Jacques Derrida a partir de la potencia de espectralidad que liberaba -en atención a la alianza funesta entre licuefacción capitalista (la fantasmagoría benjaminiana) y estrategia política de borradura radical de los cuerpos de los asesinados, impidiendo hasta su inscripción en el rito mortuorio y en la recurrencia de la memoria-, esta contemporaneidad ha encontrado su inscripción en el devenir histórico desde una perpetua oscilación entre el recuerdo y el olvido, entre la memoria y aquello que no puede ser recordado en tanto no inscrito (los espectros no se recuerdan, se los recibe con terror en tanto aparecen, desaparecidos, con el fin de asolar y “penar” a la comunidad).

En el caso chileno, la “juridización” de la memoria, la obsesión del pacto y del “perdón funcional” -se perdona para “avanzar hacia adelante”, como si después de la catástrofe un avance cualquiera fuese en verdad posible-, y naturalmente la negación de los victimarios, han terminado por constituir un país fundado en la imposibilidad, lo que de una parte -y en esto coinciden dos grandes pensadores de nuestra época, Maurice Blanchot y Jacques Derrida- le sitúa en el límite y en el exceso a partir del cual toda comunidad puede ejercer su derecho a la refundación infinita, pero al mismo tiempo al borde del abismo de cuyo centro no saldrá sino para observar su ya irremediable aniquilamiento.

El primero de los fenómenos arriba mencionados es el hecho de la “aparición” de ciertas personas que -en los registros y archivos del estado y de los organismos de D.D.H.H.- “aparecían como desaparecidas”: su única existencia, entonces, estaba reducida a la materialidad mínima de sus nombres y a su inscripción en dichos archivos: razón por la cual la espectralidad que irradian los desaparecidos viene dada ante todo del modo en el que permanecen sus nombres, inscritos como nombres sin referentes, vaciados de realidad -pues, ¿a qué refiere el nombre de un desaparecido, sino a la ambigüedad de una existencia, la de un fantasma, que no es otra cosa que una irradiación de ausencia, una emanación de olvido?: fantasmática de los nombres, entonces, ante todo.

Cuando aparece un desaparecido, entonces, por razones cuya banalidad (el hecho que, por ejemplo, uno de ellos cruza una frontera desde un país vecino, y entonces azarosamente se activan los dispositivos de reconocimiento de la administración policial) no hace sino agregar a la ambigüedad de su existencia, a su fantasmagoría ontológica, la concreción necesaria para que su irrealidad se torne en la verdadera realidad, y viceversa; cuando aparece un desaparecido, son las categorías básicas de conformación de la identidad, de la descripción y nominación de lo que existe las que se encuentran radicalmente trastocadas, como de hecho se encuentran en una sociedad asolada por estos espectros que penan por encontrar su tumba, su inscripción simbólica en el recuerdo. Aparición de un desaparecido: afirmación paradójica de la realidad de la irrealidad de los espectros. Alguien es “declarado” como desaparecido, ya sea como consecuencia del azar -que no excluye la voluntad propia del “desaparecido”- o como consecuencia de una estrategia policial llevada a cabo por una política del terror: ese alguien entonces, ese sujeto (en el sentido de una individualidad en vías de autoconstituirse continuamente) pierde su estatuto antropológico habitual, y solo queda reducido a una inscripción nominal -listas de detenidos desaparecidos, afiches, fotografías reproducidas hasta el infinito-, nominación en cualquier caso, como ya he dicho, absolutamente trastocada y para siempre diferida, pues aquello que constituye la esencia del nombre, el referente -el hecho de que ese nombre refiere a algo que puedo percibir como “real”, aunque esa realidad sea la de un personaje u objeto ficticio- ha “desaparecido”. ¿Qué es, entonces, un nombre inscrito, por ejemplo, en el muro de los nombres del Memorial de la Shoah de Paris (6 millones de nombres de desaparecidos en los campos de la muerte nazis), o en el muro de Villa Grimaldi? Un “nombre de un fantasma”: un nombre en pena, un nombre en busca de su referente.

No es en vano ni por azar que ha sido la fotografía el aparato técnico (en el sentido de Jean-Louis Déotte, es decir en tanto todo aparato transforma las condiciones de la sensibilidad de una época determinada, y por lo tanto crea una nueva época, “hace época”) que ha permitido, tanto a los artistas como a los cercanos (familiares, amigos, simpatizantes de la causa), poner en evidencia la “realidad” -realidad de la espectralidad- de los “desaparecidos”: la fotografía, como lo señalan Roland Barthes y Rosalind Krauss, es, al igual que un nombre, un deíctico, es decir, un signo que indica directamente la realidad de su referente.

En la “época de la desaparición”, entonces, la fotografía, en el sentido propiamente filosófico de la voluntad de inscribir (aunque sea por medio de un desciframiento numérico de la imagen) la presencia de un cuerpo, es el aparato privilegiado del testimonio político, como lo revela igualmente aquel acto político-estético-social fundamental que fue el “siluetazo” argentino del año 1983, en el que miles de personas trazaron las siluetas de cuerpos sin rostro definido en los muros de la ciudad, con el fin de dejar en evidencia la realidad “fantasmal” de los 30.000 desaparecidos políticos de la Argentina. Este acto, por otra parte, indica la voluntad de “hacer comunidad” a partir de la realidad de la desaparición política, en el sentido de incluir a estos “ni vivos ni muertos” -pues la certeza de la muerte viene dada por la concretización simbólica del rito mortuorio, en este caso imposibilitado- como miembros activos de la comunidad política, en el sentido de indicar con fuerza a la institucionalidad social que de ahora en más -y la repetición sistemática en Argentina, hasta el día de hoy, del ritual del “siluetazo” así lo indica- habrá que contar con estos espectros como parte -la “parte maldita”, para decirlo con Bataille- de nuestra sociedad. Al mismo tiempo, el “siluetazo” argentino nos retrotrae a una alegoría relatada por un autor romano del primer siglo de nuestra era, Plinio el Anciano, alegoría que intentaba dar cuenta de la fundación de la pintura a partir de la historia de la hija de un alfarero corintio llamada Dibutade, que al enterarse que su amado partía en campaña militar -y con la certeza por tanto de que existía una alta probabilidad de que no lo volviera a ver- le pidió que se quedase inmóvil contra el muro, en un momento en que la luz proyectaba su sombra contra la superficie, con el fin de trazar su silueta (inscripción, superficie de inscripción, trazo, memoria, olvido), y así poder recordarlo si finalmente no volvía a aparecer, tal como las madres de los desaparecidos solo poseen las fotos de sus hijos para, aún, “sentirlos presentes”.

La aparición de estos “supuestos desaparecidos”, entonces, más allá de los casos particulares que indican el que llamábamos “momento banal” de la situación- es decir, las razones por las que algunos de ellos prefirieron permanecer como “verdaderos desaparecidos”- indica cómo en la sociedad chilena la presencia -ontológicamente ambigua e indeterminable- de estos espectros que son los detenidos-desaparecidos, continúa penándonos, incomodando nuestra supuesta “paz institucional”, situándonos en lo que Jean-François Lyotard llamaba “el diferendo”: imposibilidad radical de la comprensión -en este caso, entre quienes apoyaron y apoyan al régimen que practicó la desaparición, y quienes lo sufrieron o lo denuncian- en tanto cualquier posibilidad de “lenguaje en común” queda para siempre interrumpida al estar, este lenguaje, minado es su constitución más básica, es decir, la nominación, la que queda “condenada” a la “nominación fantasmal”: una inscripción en un memorial, en un archivo, en una fotografía, en algún objeto personal atesorado, de alguien del cual se desconoce no solo su paradero, sino (y ante todo) si está vivo o muerto.

Nos encontramos ahora con el segundo fenómeno que -en este caso de un modo en apariencia menos directo- viene a poner en evidencia, en presencia, la desaparición -evidencia, entonces, de lo que jamás podrá tener otra apariencia que la de un fantasma. En febrero pasado, como se sabe, murió el escritor nazi chileno Miguel Serrano. La muerte del que se autodefiniera como mentor del “nazismo esotérico” -como si existiera un nazismo que no lo fuera, que no refiriera a eso que ya Kracauer definía como propio a todo fachismo, es decir, a una “mitologización de la política”, coetánea de la “estetización de la política” de la que habló por primera vez Walter Benjamin, lo que se comprueba al echar una mirada rápida a los fundamentos “científicos” de la famosa Deutsches Ahnenerbe dirigida por Himmler, y que entre otras cosas se dedicaba a tergiversar supuestos hallazgos arqueológicos para fundamentar “científicamente” la superioridad de la raza aria, hallazgos en los que se fundó muchas veces el propio Serrano; la muerte de Serrano vino a poner en evidencia la imposibilidad histórica de los intelectuales chilenos de asumir como propia -pues propia a la Humanidad, si se nos permite la referencia a esta entelequia- la Catástrofe, la Shoah: el verdadero corte histórico, la radical interrupción de la historia que abre a lo que llamamos una “época de la desaparición (política)”, época que igualmente podremos llamar, con Blanchot, del “desastre”. Como es habitual, la muerte de este escritor generó una avalancha de comentarios necrológicos, muchos de ellos firmados por intelectuales de reconocido prestigio en Chile, con una trayectoria importante en la lucha a favor de los D.D.H.H. como es el caso de Armando Uribe, sin embargo -y respecto a Uribe es lamentable y asombroso, de otros (Cristián Warnken por ejemplo) uno podía esperárselo- en ninguno de estos comentarios aparecen referencias a la Shoah, es decir, a la Catástrofe que implica el genocidio del pueblo judío fundada en la ideología que defendió Serrano, Catástrofe que funda lo que conocemos como genocidios modernos, fundados en la técnica moderna puesta al servicio del aniquilamiento masivo de poblaciones enteras, aunque bien sabemos que un sombrío antecedente lo constituye el genocidio del pueblo armenio llevado a efecto por Turquía el año 1915, en el que más de 1.500.000 armenios fueron exterminados con el fin de “limpiar” Turquía de la raza armenia considerada inferior. La “Solución final”, según estos comentarios necrológicos -todos coincidían en ello-, no habría sido defendida por Serrano, ya que él estaba enfrascado en el “nazismo esotérico” (insisto, como si los experimentos de Mengele de dejar morir de hambre a recién nacidos para saber cuánto tiempo resistían no estuviesen fundados en deformaciones mitologizantes -superioridades de razas, etc.- igualmente “esotéricas” y totalmente “acientíficas”. Es, entre otras, por esta razón que el análisis de Heidegger (cercano en esto al del Adorno de la Dialéctica de la Ilustración) de la técnica, en el sentido de que su desenvolvimiento “natural” sería el de ponerse al servicio de la construcción de cámaras de gases, por lo que no habría mayor diferencia entre la producción de éstas últimas y la de tractores, y no una gran desemejanza entre la muerte, a mediados de los años 40, de millones de personas a causa de la hambruna en China y la muerte “en serie” de 6 millones de judíos en los campos de concentración nazis, es totalmente errado, ya que la ruptura aquí no viene dada por la técnica (ninguna implicación entre Descartes y el genocidio entonces) sino por la ideología y, naturalmente, las condiciones históricas que permitieron su aparición y desarrollo en la Alemania de principios del siglo XX (condiciones que, como ha señalado el gran historiador de la Shoah Raul Hilberg, provenían en gran medida del odio histórico de la Europa cristiana hacia el pueblo judío, aunque en un punto, el más relevante sin duda, implicaban una “invención” absolutamente radical: lo que los nazis llamaron la “Solución final al problema judío”). Es en esta línea heideggeriana que muchos intelectuales relativizan sin remordimientos de conciencia la “interrupción de la historia” radical que implicó la Shoah, aludiendo a que es un genocidio más entre otros (por ejemplo, el de los Conquistadores españoles hacia la población indígena americana). Sin embargo, acá el argumento falla en el sentido inverso al de Heidegger / Adorno: lo que queda sin considerar acá no es la “producción en serie de cadáveres” (Heidegger) sino la voluntad de exterminar la totalidad de miembros de una comunidad, de la manera más radical imaginable (convirtiendo sus cadáveres en cenizas y esparciendo a éstas en el viento o el agua de los ríos), que no fue el caso de la “Conquista” (más Conquista que genocidio entonces) española.

Sin duda fue una relativización de este género lo que más incomodó, al leer las necrológicas sobre Miguel Serrano, a una mirada interesada en la radicalidad de los genocidios y de la desaparición generalizada de seres humanos que implican: un argumento del tipo “un escritor nazi no es tan cuestionable en tanto su mundo es el de la imaginación y no el de la política” -¡Uribe en su artículo llega a vincular el nazismo de Serrano con el Surrealismo!- es totalmente inaceptable, y no posee ninguna validez teórica. Sin embargo, como ya enunciaba más arriba, lo más preocupante es que revela una tendencia de la intelectualidad chilena a no considerar la radicalidad de la Shoah, lo que toda reflexión sobre la desaparición deberá necesariamente hacer, pues es allí donde esta práctica se inventa como estrategia política del terror. Es decir, si es preciso pensar a cabalidad la cuestión de la política en sociedades que han padecido la desaparición, y por ello -como he dicho aquí insistentemente- pensar la realidad simbólica y social de los espectros, es preciso pensar (como lo han hecho J.L.-Déotte, Alain Brossat, Georges Didi-Huberman entre otros) el corte histórico radical, la interrupción histórica que significó su aparición como practica de la imposición del terror absoluto en una sociedad, y esto, no hay duda en ello, fue “inaugurado” en los campos de exterminio nazi como aplicación del proyecto de exterminio de los judíos de Europa. Cuando pensamos que este no es un problema que nos concerne -y que por tanto existiría una posibilidad, desde aquí, de instalar un “nazismo inocente” por ingenuo y “literario”, una suerte de extensión de la literatura de ficción-, lo que estamos haciendo es pensar del lado de los victimarios. No lejos de esta imposibilidad propia a una cierta intelectualidad académica chilena -imposibilidad de vincular “nuestra” desaparición con la Catástrofe originaria que significó para la Historia la Shoah- habrá que situar la imposición desmesurada del heideggerismo en los departamentos de filosofía chilenos a partir de los años 60, lo que durante los años 80 tal vez podría haber sido justificado en el hecho de que solo permanecían activos los departamentos de filosofía serviles a la dictadura (lo que no era necesariamente el caso, aunque no entraremos en este punto), pero que durante los años 90 y en la actualidad no encuentra otra justificación (es decir, la enseñanza acritica y apolítica de uno de los más cuestionables ideólogos nazi, como lo fue Heidegger) sino en el hecho de que eso, justamente, el nazismo de Heidegger -como el de Serrano-, a nuestros intelectuales, no les incomoda.

El tercer y último fenómeno que quisiera considerar aquí en relación a la “actualidad” -aunque se trata más bien de una presencia que no puede ser descrita a partir de las categorías normales de la temporalidad- de la desaparición en el Chile actual, refiere a la aparición, ya hace varios meses, de una teleserie nocturna en el canal nacional (TVN) que cuenta la historia de una adolescente desaparecida, teleserie titulada “¿Donde está Elisa”? y que ha tenido un amplio éxito de sintonía. Lo primero que llama la atención es el título de la teleserie, que refiere directamente al “¿Dónde están?” de las pancartas y panfletos de las madres y cercanos a los detenidos-desaparecidos, “¿dónde están”? que es además una de las claves de acceso filosóficas fundamentales a la cuestión de la desaparición política, pues se relaciona directamente con la cuestión de la imposibilidad de la referencialidad del nombre y por tanto con el quiebre de un sustento básico de la lengua. Además, en el caso de un desaparecido esa pregunta quedará por siempre abierta, pues uno nunca podrá cerrarla -como respecto a un muerto- diciendo: allí está su cuerpo, muerto y enterrado, es preciso aceptarlo. Como revela el caso de los “desaparecidos aparecidos” mencionados al inicio, el “¿dónde están?” siempre podrá ser respondido afirmativamente, lo que implica una apertura de la herida siempre rayana en lo insoportable, y por otra parte refiere a otra de las claves de acceso al problema de la desaparición: la imposibilidad del duelo. Un duelo solo puede ser hecho a partir de un cuerpo, de su materialidad ya inerte, y no frente a un espectro que, aunque no vivo como nosotros, sigue penándonos, exigiéndonos que le demos sepultura. Esto último cobra un carácter antropológico particularmente intenso en ciertas culturas como la camboyana, donde -después del genocidio liderado por Pol-Pot a fines de los años 70, genocidio que generó millares de desaparecidos- la religiosidad popular asume a un no enterrado como a un espíritu necesariamente maligno, lo que implica que, por ejemplo, una madre debe no solo sufrir por no poder encontrar el cuerpo de su hijo sino que además porque él se encuentra sumergido en las fuerzas del mal. Si retomamos la clásica distinción freudiana entre duelo y melancolía, según la cual el duelo refiere a un proceso de aceptación “normal” de la muerte de un ser querido, aceptación que en cualquier caso jamás será perfecta, pues aunque conscientemente lo aceptemos y podamos seguir con nuestras vidas, inconscientemente esa aceptación según Freud no es posible, pues el inconsciente no puede aceptar la muerte total de un ser totalmente atravesado por nuestro deseo -el recordarlo, el extrañarlo, el añorarlo siguen siendo modos de ejercer la vitalidad de nuestro deseo a sus expensas- , lo que implica que esos muertos siempre volverán (en francés la expresión “les revenants” -los que vuelven- es sinónima de “les fantômes” -los fantasmas-), por ejemplo y sobre todo, en nuestros sueños; y siendo la melancolía, al mismo tiempo, una imposibilidad radical del duelo, una anormal concentración en la incapacidad de aceptar la muerte de alguien, podremos afirmar que será entonces la melancolía y no el duelo el afecto que predominará en los familiares de los detenidos desaparecidos, y por qué no decir en la sociedad en general, ya que no podemos aceptar la muerte de un desaparecido, pues esa muerte no está por nosotros comprobada simbólica y materialmente: no están los cuerpos. A diferencia de lo que ocurre con el duelo, el melancólico no debe esperar la noche y dormirse para volver a ver con vida -en tanto “revenant”- a su ser querido, pues el melancólico ve a sus fantasmas en cada momento, él es -como decía Derrida refiriéndose a las teorías de Abraham y Torok- en todo momento “hablado”, habitado, asolado, vivido por sus espectros. Hamlet, figura esencial de la melancolía.

Ahora bien, volviendo a la serie televisiva recién mencionada, y sobre todo en relación al éxito mediático que ha obtenido en Chile, es evidente que ella no refiere directamente a la cuestión de la desaparición política. Sin embargo, y más allá de que su guionista -el autodenominado “escritor” Pablo Illanes, especialista del efectismo televisivo- y sus productores, hasta dónde yo sé, no han mencionado en ningún momento la cuestión de los detenidos desaparecidos -en Chile, se lo sabe bien, no es fácil hablar de ello en los medios-, y naturalmente más allá de la calidad estética de la serie (que tiendo a considerar nula), es evidente que en el nivel del “inconsciente social” (de lo que Castoriadis llamaba “magma social”), la cuestión de la desaparición política y de la desaparición “tout court” están vinculadas, o al menos la teoría puede intentar probar ese vínculo. Algo hay en la modernidad -en eso que Benjamin llamaba “fantasmagoría”, es decir, el predominio, manifestado en las diversas formas de la arquitectura, del arte y la literatura, de una relación social y simbólica fundada en la imagen, en el eterno retorno del capital, en la alianza manifestada en los objetos exhibidos en las vitrinas de los Pasajes de París entre lo arcaico y lo ultramoderno-, algo hay en la modernidad que comunica con la desaparición. Ese algo, pienso, habrá que rastrearlo a partir de la idea de “foule” (masa) desarrollada por Baudelaire y analizada por Benjamin, Ortega y Canetti entre otros, en tanto la configuración social más propia a la modernidad, y que según Benjamin -y esto no es irrelevante cuando hablamos de una teleserie- se configuraría por y desde el cine: la masa encuentra su modo de percepción particular en la imagen cinematográfica. Pero es en la masa -en ella y a partir de ella- donde uno puede desaparecer. Brecht en un famoso poema decía: “Borra tus huellas”, y es verdad que es en la masa (o en los efectos psicológicos de shock o de incapacidad de inscribir los acontecimientos dada su velocidad, como postulaban a la vez Benjamin y Freud), que uno puede o bien tomar la decisión de desaparecer o bien desaparecer misteriosamente. Es justamente en ese “misterio” en el que se funda la literatura policial desde sus comienzos, misterio que da origen a la figura literaria del detective, nacida en el Dupin de Poe. Justamente, se trata de distinguir -pero al hacerlo, ubicar sus puntos de enlace- dos modos particulares de la desaparición, es decir, dos maneras de singularización de la “borradura de las huellas” en el contexto de una cierta lectura de la modernidad en tanto “época de la desaparición”: por una parte, la desaparición como posibilidad abierta a los individuos que se constituyen en cuantos tales en la “masa”, y por tanto en la pérdida progresiva de las huellas identitarias que le constituían como sujeto, desaparición que es propia a una época de la fantasmagoría, la de la imagen y la de la arquitectura de vidrio y hierro (Benjamin), en la que la conciencia no es capaz de inscribir los fenómenos dada su violencia (guerras, genocidios, etc) y su velocidad (evolución vertiginosa de los medios de transporte, de las telecomunicaciones, etc) (Freud); y por otra, la desaparición política, que ya hemos definido con largura. No creo que puedan “confundirse” ambas clases de desaparición, sobre todo en atención a que ésta última � en el momento Shoah- implica un corte radical de la historia. Lo mismo ocurre con la cuestión de los espectros: es correcto afirmar -como lo hace Derrida en una famosa escena del film Ghost dance (1983) de Ken Mc Kullen- que los aparatos que las nuevas tecnologías posibilitan no solo no ahuyentan, como podría pensarse, la creencia arcaica en los espectros, sino que por el contrario la propician intensamente, llegando Derrida a afirmar que “el porvenir es de los espectros”, y que “Cine+Psicoanálisis = Ciencia de los fantasmas”, pero al mismo tiempo la espectralidad producida por estos aparatos (cine, foto, teléfono, etc) no es equivalente a la producida por un desaparecido (y aquí igualmente es preciso distinguir entre un “desaparecido” y un “desaparecido político”, aunque la comprensión de éstos últimos ha sido largamente posibilitada gracias a los mencionados aparatos, sobre todo por la fotografía). Incluso sabemos que existe toda una discusión ya antigua acerca de lo que Lyotard, el primero, denominó Los Inmateriales (en el contexto de su dirección y curatoría de la muy importante y espectacular muestra del Centre Georges Pompidou de París del año 1985, Les Immatériaux), definiendo así una nueva época donde la materialidad -de la imagen, de las relaciones laborales, de las situaciones identitarias, etc.- sería justamente (y la paradoja es intensa) su “inmaterialidad”, discusión que naturalmente puede vincularse a la cuestión de la desaparición, como lo han hecho por lo demás ciertos artistas como el chileno Carlos Altamirano; sin embargo, nadie podría culpabilizar o fijar como causa de la desaparición política a las nuevas tecnologías de la imagen o al capitalismo posfordista propio a una época de “relaciones líquidas”. Por el contrario, es posible afirmar que la época de Les Immatériaux no necesariamente ha de conllevar a la sumisión y a la instalación de la violencia política como única vía de gobierno. Los aparatos y los objetos técnicos contemporáneos (internet, telefonía celular, imagen digital) bien pueden -como se desprende de los importantes análisis de la tecnología de autores como Flusser y Simondon- conducir no ya a la “Emancipación” (aceptemos con los posmodernos que ya no es el caso de referirnos a esos “grandes relatos”) sino al establecimiento de modalidades de autogobierno y autopoiesis que permitan la constitución de redes sociales autónomas y libres. Sin embargo, esto ya cae en el terreno -tan relevante desde siempre para la teoría- de la utopía, y no es del caso entrar en ello aquí.
¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (19)    No(0)

+
0 comentarios
Portada | Hemeroteca | Índice temático | Sitemap News | Búsquedas | [ RSS - XML ] | Política de privacidad y cookies | Aviso Legal
EURO MUNDO GLOBAL
C/ Piedras Vivas, 1 Bajo, 28692.Villafranca del Castillo, Madrid - España :: Tlf. 91 815 46 69 Contacto
EMGCibeles.net, Soluciones Web, Gestor de Contenidos, Especializados en medios de comunicación.EditMaker 7.8