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(Desde París para mi padre)

CARTA DE BIENVENIDA

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Paris, 27 de abril de 2009

Papá:

Esta no es una carta de despedida. Yo sé que a ti no te gustaban las despedidas, y a mi tampoco. Además, ¿por qué despedirme de ti si estás ahora conmigo, de un modo que nadie podría entender, que ni tú ni yo entendemos, pero que es más real que mi propia respiración ahora para siempre entrecortada? No, no me voy a despedir de ti, solo voy a saludarte, y a contarte que en París llueve y que esta lluvia es bella y suave como tus manos y tu rostro la última vez que nos vimos y no, no nos despedimos -¿lo recuerdas?- sino que nos dijimos “hasta pronto”.

“Hasta pronto”: frase que rompió para siempre al tiempo y lo abrió -para ti y para mi- a una posibilidad que hasta hoy no conocíamos, y que no es otra que la dada por esta cercanía, esta absoluta proximidad entre tú y yo que hoy siento mientras escucho -¿la escuchas tú también, no?- cómo la lluvia cae copiosamente sobre las calles oscuras de París, calles por las que siempre pensé que un día andaríamos, aunque eso finalmente nos sería negado.

“Hasta pronto”: frase que no indicaba -lo sabíamos tú y yo, ¿no es verdad?- que un día volveríamos a vernos y a tocarnos, sino más bien que ese momento se diferiría para siempre y que, por ello mismo, no dejaría de llegar, al no llegar jamás: estallido del tiempo, apertura de nuestras vidas -de la mía, que sigo respirando, de la tuya, que ya no respiras- a este otro tiempo más allá del tiempo que es el que aparece -como aparece en un espejo una luz oscura que lo enciende- cuando un vivo y un muerto se hablan, como nos hablamos nosotros, ahora.

Pero eso es lo que dicen, Papá: que tú estás muerto, y es verdad. Y yo no puedo dejar de pensar en aquel verso de Cesar Vallejo: “Hay golpes en la vida tan duros, golpes como de la ira de Dios”. Pero no es menos cierto que todos los que te amamos -y yo el primero- hemos muerto contigo, infinitamente, imposiblemente, como si la muerte fuese un océano monstruoso que de pronto nos hubiese tragado, para siempre. Yo de ese océano no saldré jamás, pues es preciso que yo muera contigo, para que tú continúes viviendo, en mí. Es preciso que tu muerte se inscriba -como una marca indeleble, como un signo imborrable- en cada uno de mis poros, para que tú sigas existiendo en mi, ausente en tu presencia, presente en tu ausencia. Es preciso que en cada paso que de, que en cada palabra que diga, tu muerte camine, tu muerte hable: pues solo así tu muerte será vida, y en su infinitud brillará y será luminosa y no oscura como la muerte de los otros. Sólo así la eternidad de la que ahora participas podrá colarse -aunque sea como un breve destello, como un brillo de un segundo- en nuestros pobres y tristes actos finitos, en nuestras palabras vacías, en nuestras aspiraciones inútiles. Ahora que tú, padre mío, conoces la verdad, y vivirás en ella, siendo por lo mismo parte de la verdad -pues no hay otra verdad que la muerte-, déjanos morir contigo, y acepta al mismo tiempo vivir en nosotros, en nuestra piel, en nuestros pasos, en nuestra voz, para que así tu eternidad y nuestra finitud sean el suelo por el que andamos y el cielo al que aspiramos.

Padre mío, en este momento en que mi corazón está hecho trizas, y siento como si mi alma se hubiese partido en dos, no voy a despedirme de ti, pues aunque no te veré nunca más -y es al escribir “nunca más” que sé que desde hoy yo mismo seré un modo del desgarro- estarás en cada palabra que diga, en cada cosa que toque, en cada paso que de, pues fuiste tú quien me enseñaste a hablar, fuiste tú quien me enseñaste a tomar las cosas y fuiste tú quien me enseñó a caminar, y es por ello que el resto de mi vida no será sino un homenaje a la tuya. Ahora que el mismo aire pesa como cien atmósferas sobre mi cuerpo, y que el silencio de esta noche horriblemente negra podría aniquilar al más fuerte, ahora que estoy al borde de desmoronarme como una figura de papel, yo solo quisiera saber dónde estás, cómo es allá, dónde queda ese lugar, pero eso es imposible, pues ése es “tú” secreto: y ese secreto que desde hoy detentas te hace hermoso como la voz de un niño, como la voz de niño enfermo que tenías la última vez que te vi; y ese secreto que es solo tuyo sigue haciéndote protector, como cuando de niño sentía que me abrazabas y desde entonces, y hasta nunca jamás, no había de qué temer, estaba todo en paz, para siempre, como tú mismo estás en paz para siempre en los brazos de la eternidad.

Y no, esta no puede ser una carta de despedida. Las cosas que nos unieron: la poesía de Oscar Castro, por ejemplo, ¿te acuerdas cómo la disfrutábamos juntos, o de cómo hace unos días, paseando por el viejo Rancagua, nos imaginábamos al viejo Oscar Castro recorriendo esas mismas calles?; el campo, que en un comienzo, cuando yo era un más bien holgazán adolescente aprendiz de poeta no amaba en lo absoluto, pero que progresivamente, de tanto recorrerlo contigo escuchando tus explicaciones acerca de los objetos antiguos que encontrábamos en el camino, de los dichos y de toda la sabiduría y el humor popular de la que eras experto, comencé a querer y que en tierras lejanas extraño tanto; Joaquín Sabina, el gran poeta español de los burdeles, del cigarro y del whisky que nos hacía entender que la moral estrecha sólo coarta y limita la experiencia, el Sabina que escuchamos una y otra vez cuando viajábamos en tu Jeep en mi último viaje a Chile, y antes, cuando estuvimos juntos unos días inolvidables en Quintay, y yo escuchaba tus consejos más sabios e importantes que los que he encontrado en no importa cuál de los cientos de libros que he leído; Quelentaro, el poeta duro y furioso del campo de los pobres y de los desposeídos que tantas veces escuchamos y que un día -¿lo recuerdas, no es verdad, papa?- fuimos a escuchar, hace tanto tiempo ya, a un viejo sindicato en Rancagua; Valparaíso, la que estoy seguro -y aunque estoy lejísimos de conocer todas las ciudades del mundo- es la ciudad más hermosa del mundo, en la que tantas veces estuvimos caminando largas horas, subiendo y bajando sus cerros como se deben subir y bajar los cerros de Valparaíso, es decir, perdidos, sin norte, o en la feria de antigüedades que tanto te gustaba y en la que yo encontraba mis tesoros librescos y tú los tuyos, los objetos y cosas viejas que tú entendías mejor que nadie pues tenías la mente de un niño y de un poeta que sabe maravillarse ante lo que los demás consideran como suntuario e inútil, o en los bares -el Cinzano, el Jota Cruz- en los que varias veces nos emborrachamos pues sabías -y yo lo aprendí de ti- que la vida hay que vivirla cantando, feliz; todas estas cosas, padre, y tantas otras más que ahora olvido, no han muerto y no morirán, entonces yo no puedo despedirme para siempre de ti pues tú sigues y seguirás en estas cosas que nos unieron y nos unirán en la eternidad. Tú lo sabes, pues varias veces lo comentamos, cuando el poeta Jorge Manrique, hace ya más de 5 siglos escribió las “Coplas a la muerte de su padre”, donde escribió: “Recuerde el alma dormida / avive el seso y despierte/ como se pasa la vida / como se viene la muerte / tan callando...”, y además: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar que es el morir...”, lo que quería decir es que la muerte -tu muerte infinita, padre mío- no es el fin, pues el mar es infinito, son más bien los ríos los que culminan su finitud en esta otra infinitud que es el mar o la muerte, entonces ahora yo -que estoy tan lejos de donde hoy todos están reunidos para homenajearte-, yo que no estuve contigo cuando respiraste por última vez, pero que estoy y estaré contigo de un modo más intenso que el de cualquier cercanía geográfica, yo ahora no me despido de ti, sino que te digo: tu estarás conmigo para siempre, papito, por la poesía, por el amor, por la bondad, por tu bondad infinita.

“Hasta pronto”.

Tu hijo, Adolfo
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