El mundo de los recuerdos

Yo era entonces joven y lleno de energía; entre los muchos premios y distinciones había obtenido una Beca Juan March de Creación Literaria por intercesión de mi buen amigo Antonio Buero Vallejo, Jefe del Jurado que las otorgaba. Con ese pretexto fui invitado en varias ocasiones a los Conciertos y las Conferencias que ofrecía la Fundación, sita en la prestigiosa calle Castelló 77 del Barrio de Salamanca.

Hice amistad con Eduardo, hombre exquisito, soltero y solitario que llevaba la Sección Literaria de dicha Fundación.

Eduardo, de voz grave, aterciopelada y modales exquisitos padecía del corazón, esto daba a nuestra amistad un carácter muy especial. Yo apreciaba a Eduardo que además de pasarme cualquier novedad por iniciativa de dicha Fundación platicaba conmigo sobre temas culturales, filosóficos y jurídicos de envergadura. Yo sabía de su dolencia cardíaca y le mimaba en extremo, y obsequiaba a veces comprándole bombones o le invitaba a café. Una amistad entre dos varones archicultivados sin ningún interés de cualquier otro tipo. Fuimos amigos durante algunos años en aquella época despreocupada y preciosa de la mitad de la vida. No tuve ocasión de presenciar su muerte porque por motivos ajenos (que no recuerdo) se fue alejando nuestra relación, como si de dos asteroides lejanos se trataran.

Ahora recibo el programa exquisito y abigarrado que la Fundación prepara para el otoño que comienza, con reproducción fotográfica de “Les larmes”, “las lágrimas”, del genio Man Ray… pero de pronto, y motivado sin duda por la lectura del programa, con las tres conferencias apasionantes sobre la reina del alto y bajo Egipto, “Cleopatra” me vuelven los recuerdos. Me encantaría ir a alguna de esas conferencias, pues yo estuve en el templo grácil y moderno de aquella reina afable que después viviría su amor con Julio César, el tribuno romano.

Pero ahora todo es mucho más difícil dada mi minusvalía, el andador y la silla de ruedas. Recuerdo a Elena Molero, amiga de mi esposa, periodista y afable, con la que asistí a alguna de aquellas conferencias desde la fila segunda lindante con el pasillo central del patio de butacas de dicha Fundación, durante algunos otoños.

Muchos de mis amigos más íntimos, valiosos y queridos han ido desapareciendo, como Carlos Dorvier o Pedro José Rodríguez Iglesias, o Pilar madre; pero estas estrellas más pequeñas como Eduardo cuando aparecen en mi conciencia como estratos geológicos del pasado lejano y olvidado, me emocionan hasta las lágrimas.

Es muy posible que Eduardo, mi amigo Eduardo Ruiz Rostan haya muerto también dada su dolencia cardiaca, pero su recuerdo tan cordial, con su voz grave y aterciopelada me emociona. Y es aquí donde la promesa de Cristo cobra toda su relevancia. La muerte nos separa de los vivos y del planeta Tierra y nos envía a un mundo desconocido semejante al de los sueños, pero Cristo dice “quien come mi carne y bebe mi sangre no morirá para siempre y tendrá vida eterna, la vida que yo le daré”.

Espero que después de esta penosa separación –que no olvido- pueda reencontrarme de nuevo con mi amigo Eduardo Ruiz Rostan, de la fundación Juan March, y de tantos otros. Esto indica también que no hay otra religión como la cristiana, tan llena de esperanza y de perfección humana, cósmica y existencial, pues hasta Camus de haber vivido más, la hubiese practicado con total devoción.