Mi amigo Gorbachov

Ya Faina, mi guía en Moscú, un verano de la década de los ochenta del siglo ya pasado, me advirtió de la existencia de los cohetes portadores de ojivas nucleares que apuntaban a Londres, París, Nueva York, Berlín y Roma; pero fue Gorbachov quien ofreció a los otros países un acuerdo de paz democrática, y la desactivación de las cabezas nucleares.

Checóulis comiendo un gulash a la húngara mientras yo hacía lo propio con las angulas de Aguinaga en el famoso restaurante “El Puchero” de la calle Larra, me espetó que estaba perdiendo el tiempo y el talento permaneciendo en Madrid.

Gorbachov era un liberal, un avanzado demócrata en un país de dictadores, de tiranos y de sátrapas totalitarios, como demuestran las lecturas de Dostoievski, Tolstoi, Pasternak y compañía.

Vladimir Putin pretende devolver a las rusias sagradas su poder bélico, nuclear y siniestro, devolviendo a las repúblicas su carácter totalitario; secuestrando la libertad de sus poblaciones y la de los pueblos limítrofes; pues Putin viene de la extinta KGB, policía secreta de torturadores y visionarios.

El sueño de Putin es devolver a esos pueblos la grandeza de la extinta Unión Soviética, y no parará hasta que lo consiga, aunque sea preciso amedrentar a la población mundial y provocar la ira de Joe Biden hasta el límite, en la carrera hacia el holocausto.

Quizá mi amigo Gorbachov haya decidido marcharse antes al otro mundo con su querida esposa Raisa, muerta de leucemia en un hospital de Munster (Alemania) veinticinco años antes, para no contemplar el dramático retroceso totalitario del sanguinario Putin.

Parece que no le van a dar sepultura en el Kremlin, como a otros estadistas de su categoría, ni a celebrar un funeral de Estado; pero eso al hombre del “mapa en la frente”, como le llamaba mí también amigo el escritor José María Gironella, poco le va a importar ya.