Una tarde muy triste, sí, casi que huele a muerto, no hay nadie en la calle vacía, el cielo está plomizo y gris sin resquicio de duda, nadie se oye ya, nadie respira, el mundo guarda su aliento y la tarde gris y cavernosa, hermética no me dice ya nada; el sol olvidado bajo capas y capas de nubes esponjosas difumina una luz cenicienta que parece oler a un lejano infierno, todo es triste, la luz, la soledad, el olvido, sí, estamos olvidados de la mano de Dios y buena parte de la alta literatura carece de ese Dios, ese Dios que sin embargo habita más allá de este cielo plomizo y oscuro, pero no lo sabemos; y yo al llegar ya la noche con un cielo sin luz que parece cerrarse de una vez para siempre cual tapa de ataúd.
Y comienza a caer la lluvia inusitada que no redime de nada, pues es vómito pestífero de la nube negra que cubriéndolo todo, llora sobre nosotros sin prometernos nada, y sí, cubierto hasta los ojos con la trenca de invierno, abrazo el portal de casa; y un frio cenital, carcajada de muerte, suena allá de mis oídos mientras entro de nuevo a guarecerme en mi nido de águilas y un recuerdo dulce de mis antepasados entra de nuevo en mi alma dolorida de recuerdos felices, recuerdos ya lejanos, de un mundo inexistente, desaparecidos, pisando cruelmente por la bota digna de un cierto apocalipsis, mientras la tarde llora, ruidosa como voz de otros mundos.