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Opinión

Censuras y autocensuras

  • Por Luis Méndez Viñolas

sábado 06 de noviembre de 2021, 03:33h

06NOV21.- Hay editores que han confundido y confunden selección con censura. Sin embargo, esa selección está condicionada por unos prejuicios incluso invisibles. Los que realizaban el Índice de la Iglesia Católica estaban convencidos de que no traspasaban el perímetro de la libertad de nadie; al contrario, que era el censurado el que había traspasado delictivamente el límite de lo admisible para un buen cristiano. Y ahí es dónde comenzaba, comienza, la censura inconsciente del censor.

Tampoco hay que creer que toda censura responde a un objetivo moral. Hay censura por conveniencia. Si edito esto no venderé; si edito esto perderé puestos en la escala del buen pensamiento (que es oficial u oficializada). Si edito tal creerán que soy de allí cuando soy de aquí.

Pero, además, esa censura no es sólo obra del censor. La sociedad también le aboca a ello. Por ejemplo, hoy vemos programas televisivos palpablemente impresentables que los representantes más “preclaros” de la sociedad, esos que luego censuran cualquier tontería, no se atreven a denunciar y decir, sabiéndolo, que son una vergüenza para la sociedad, y manifiestamente nocivos para ella, para las familias y para el propio país.

Es decir, que la propia población actúa como censora apoyando lo que no se debería. El “es mi verdad” aquí se convierte en “es mi gusto”. Y lo que es inaceptable, se convierte en aceptable porque lo negativo resulta invisible, si no tóxico (¡). Y ocurre en todos los ámbitos de la creación, de mayor a menor escala. En la música, en la literatura, en la pintura, en el humor (¡y tanto, hay por ahí humoristas que no sabemos cuál será su gracia ni su ingenio!), en la arquitectura, ¡en la moda!, etc.

Claro, llegados a este punto, nos damos cuenta de que hemos pasado de criticar la censura a defenderla. Qué peligro, qué deriva. Y es que nunca caben verdades, fórmulas generales absolutas. Hay cosas censurables, y cosas que aún incomodando, no lo son. ¿Qué decir entonces?

En realidad es un problema no resuelto por ninguna sociedad medianamente libre. Quizás habría que comenzar por aclarar si esa libertad es tal. Einstein decía que todos somos ignorantes, sólo que no todos “no” ignoramos las mismas cosas. Se le podría quitar el no y la frase sería más inteligible. Pues igual ocurre con la libertad: todas las sociedades son libres, salvo que prohíben y no prohíben cosas distintas. ¿Y cuáles prohíben? Las que afectan a sus nervios sensibles. Si en un país no hay separatismos ahí se podrá decir cualquier cosa sobre el secesionismo. Si en un país no hay paro y las condiciones laborales son buenas, nada se dirá contra la huelga, y seguramente no estará restringida en lo más mínimo. Si un país no tiene mar, no tendrá armada (salvo Suiza).

Es decir, que quizás haya que comenzar por preguntarnos sobre qué tipo de libertad tenemos; y si una libertad garantiza las otras libertades. Había una frase en periodismo que era muy acertada. Se denominaba algo así como la “milla periodística” y mantenía que según el foco de la actividad de denuncia se acercaba al propio periódico, la actividad decaía y perdía imparcialidad (o lucidez). Claro, desde que las potencias han comenzado a interferir en la soberanía de otras naciones, esta frase ha perdido mucho de su sentido, en cuanto la lucidez está desapareciendo para lo cercano y también para lo lejano.

Está claro que para pensar bien no hay otra fórmula que la propia de pensar bien. Quizás poniéndonos de puntillas podamos ganar cinco o seis puntos de altura intelectiva; pero no hay milagros, ni fórmulas exactas para saber qué es justo y qué no (quizás, en casos, aplicándonos a nosotros mismos lo que sea), qué es censurable y qué no. Pero, por el contrario, sí podemos aportar esfuerzos que ayuden a aproximarnos a cierta libertad o libertades. Por ejemplo, evitar la intolerancia es una buena fórmula. Incluso si analizamos la palabra se comprobará que no es tan entreguista como parece, sino un consejo para “tolerar”; es decir, para desde arriba perdonar al de abajo. Pero esto es más que nada. Si alguien nos propone que pensemos por nosotros mismos (Bertolt Bretch, el de la obra Galileo, por ejemplo), ya será un punto para la confianza, en cuanto no nos pide lo tan común: que les creamos en todo, en cuanto que posee la razón, la verdad, la comprensión, etc. etc, porque son maravillosos.

Y aquí entra en mucho el sujeto principal de la información: el sujeto pasivo. No nos dejemos llevar por esa actitud irreflexiva que nos altera ante lo que no comprendemos, además sin saber por qué nos altera. No hagamos como denuncia el poeta, es decir, despreciar lo que ignoramos. Actuemos de forma que liberemos la labor de los editores, en vez de promover su encorsetamiento. Si promovemos la información más que veraz, plural, estaremos ayudando a esa veracidad. Pero si cada vez que el mensajero viene con una mala noticia lo ajusticiamos, el mal no desaparecerá ni seremos avisados. Y eso sí, mucho trabajo. Cuando a Azorín le preguntaba el cómo de su erudición lingüística, mostraba cientos de cuadernos rellenos de vocabulario. Que esa es otra: no atender a la riqueza de nuestro idioma es no atender a la riqueza de nuestro pensamiento. Las palabras no sólo ilustran el conocimiento, sino abren la mente a nuevas ideas y sensaciones. Hagamos un ·spoiler” (qué horror, y la traducción peor: destripar) y mostremos que sabemos indagar, pensar, hablar, desconfiar, rechazar por nosotros mismos.

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