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Opinión: “Es Mi Sentir...”

Alambradas

  • Por Geral Aci

viernes 23 de abril de 2021, 03:21h

22ABR21 – MADRID.- Era un día de verano, había un enorme sol en el cielo y hacía calor, pero era soportable, porque una suave brisa recorría el espacio, acariciaba mi rostro y desordenaba mi cabellera. Caminaba por la orilla o berma de un polvoriento camino en una zona de esas que llaman zonas campesinas o de campo, cargaba una mochila y calzaba unos zapatos muy cómodos para la dureza del terreno que pisaba y especialmente para mis sudorosos pies.

Recreaba la vista en unos verdes campos, en enormes extensiones de maíz y tomate. El paisaje me hacía soñar al ver a muchos pájaros volando libremente, por un momento creo que llegué a pensar que si los seres humanos pudiéramos volar, todo sería más bonito. Pero mis sueños fueron abortados de improviso, en un recodo del camino ocultado por unos álamos y eucaliptos, había una muchacha apoyada junto a una alambrada, tenía un brazo levantado como sujetándose en la malla metálica, igualmente el rostro también junto a los alambres. Instintivamente moví la cabeza para ver lo que ella estaba mirando, pero solo vi el paisaje verde, y a lo lejos unos gigantescos árboles que formaban un pequeño bosque y sobresaliendo del terreno piedras grises entre las hierbas. Me pregunté ¿qué estaba mirando? Mi primera intensión fue saludarla levantando algo la voz, ¡hola señorita buenas tardes! Pero no lo hice, no le hablé, temí interrumpir sus pensamientos y todo lo que pude pensar, no incluía los ojos, ni los labios, estaba de espaldas y no tenía su rostro ante mi. Pasados algunos segundos imaginé que algunas lágrimas estaban bajando por ese rostro que yo no veía, también imaginé que tenía los ojos enrojecidos y los labios separados. Pensé que tal vez esperaba a alguien sabiendo que nadie vendría o sencillamente miraba el paisaje que le traía recuerdos.

Las lágrimas que yo imaginé eran por lo que sentía, las rejas de alambre son tristes, son vigilantes silenciosos, que impiden entrar o impiden salir y ella, yo pensaba, lloraba porque aquella alambrada la había separado para siempre de un ser amado, era la frontera entre los que dicen todos somos iguales y los que dicen, solo somos iguales los de este lado de la frontera. Quizás la muchacha recordaba un día lejano en que su ser amado había muerto destrozado por las cuchillas que “adornan” algunas alambradas, en cualquier frontera, sin que nadie se pregunte si tienen hambre, sin son perseguidos por su forma de pensar o por dudar de una religión hipócrita y falsa, y por lo tanto nadie había preocupado que junto a esa alambrada murieran hombres y mujeres desangradas, porque no era importante, muchos morían cada día. O tal vez ese paisaje separado por una reja de alambres era parte del patio de un recinto carcelario y la persona que soñaba con ver, se consumía lentamente dentro de una húmeda celda, y la razón era haber dicho lo que pensaba, haber pronunciado la palabra libertad, o haber intentado recuperar el dinero que le había sido robado por un banco. La mujer cada día caminaba hasta la reja, se afirmaba en ella y levantaba un brazo para que su amado la viera, aunque fuera solo por una vez y poder escribir la palabra justicia con mayúscula, pero no era posible, muchos privados de libertad eran asesinados y le dirían que fue por ”intentar escapar” o sencillamente no aparecería ese día ni nunca más.

También pensé que posiblemente miraba la tierra de todos, donde hacía algunos años, cada atardecer primaveral o incluso otoñal, caminaba tomada de la mano de la madre cortando flores silvestres y diciendo adiós a los conejos que escapaban despavoridos al confundirlas con un cobarde y salvaje cazador. Su madre extendía un paño sobre la hierba, destapaba una botella de limonada y destapaba unos pastelillos que tentaban a las hormigas. Ambas miraban al cielo, ella le hablaba de las estrellas y le contaba historias que cuentan las madres cuando disfrutan rodeadas de libertad, junto a una niña a la que le había dado la vida, pero le ocultaba que el padre no volvería porque había pedido justicia, porque pensaba que todos los hombres eran civilizados. Caminaban hacia los árboles que anunciaban el inicio de un bosque profundo, impenetrable, lleno de pájaros de colores que cantaban, que escuchaban animales enamorados llamando a hembras para mantener la especie, había ríos de aguas trasparentes y peces de colores, pero ahora afirmada junto a esa alambrada recordaba que en esos años el bosque era de todos, la tierra era de todos, ahora no, ahora se hablaba de un dueño, que había hecho instalar una reja de alambres y que el bosque ya no estaba.

Quise seguir caminando pero la belleza de lo que veía me lo impedía. Era hermoso ver una muchacha de espaldas, porque al no ver su rostro, podía pensar muchas cosas, como por ejemplo, que la persona amada que ella buscaba con la mirada llegaría al ponerse el sol y éste aun estaba en lo alto del cielo, pero la mujer enamorada permanecía mirando sin moverse, sin preocuparse del sol ni de las agujas del reloj. Por un instante cerré los ojos y vi a un muchacho que corría hacia la reja, volaba al encuentro de la mujer amada y nada impedía que los labios de ambos se unieran, que las manos contaran los pensamientos, que los ojos gritaran lo que deseaban y que no existía reja en el mundo que impidiera el paso del amor y los sueños de libertad.

Volví a pensar en hablarle, decirle que el paisaje que contemplaba era hermoso, que la reja no era un impedimento para soñar, para escribir un poema o para que un atril soportara un lienzo y sobre él plasmar lo que estaba mirando o soñando, pero temí a su respuesta cuando recordé los barrotes de las cárceles donde quedan impresas las huellas de los dedos de mujeres y hombres encerrados por querer decir lo que piensan, por no aceptar dictaduras criminales, regímenes salvajes y torturas religiosas, que en muchos lugares del planeta estas sectas justifican los centros de tortura ya que los detenidos son personas dañinas, que es como comparar a los animales presos en jaulas estrechas mientras niños y adultos les tiran golosinas y les piden que bailen por ser día domingo. Me tuve que controlar, me estaba encolerizando al recordar que hacía muchos años mujeres y hombres cazaban, sembraban y cosechaban. Esas personas se multiplicaron entre valles, ríos y montañas, durante siglos hasta que otros hombres armados con arcabuces, con cuchillos y biblias mataron a esa gente, cortaron la tierra en pedazos, les pusieron nombres y las cercaron con malla de alambres con peligrosas púas y más adelante con pólvora y pistolas. Entonces nacieron los terratenientes, los generales traidores, los religiosos degenerados.

En otro momento quise decirle ¡hola señorita!, pero nuevamente me contuve, si se hubiera vuelto tal vez me enseñara un rostro triste, lloroso y demacrado, entonces me hubiera sentido culpable de romper sus pensamientos, sus recuerdos y posiblemente su odio y me contara la historia de un hombre asesinado, del hombre que ella amaba. Y yo no podría hacer nada. O Tal vez me encontrara con un rostro sonriente, de grandes ojos negros y me contaría que esperaba al compañero añorado y me indicaba que a lo lejos ese hombre se acercaba, y yo me hubiera entristecido porque ese rostro sonriente hacía aun más hermoso el paisaje, pero ahora se alejaría tomada de la mano del hombre que amaba.

Continué mi camino ignorando su rostro y su voz, solo imaginándola con el brazo levantado, la cabellera atada, vestida con ropas primaverales y rostro junto a la reja de alambre. Traté de pensar que la reja era solamente para impedir el paso de algún lobo hambriento que soñaba una oveja entre sus colmillos. Que era una reja que avisaba de un terreno pantanoso, de hierbajos con espinas o culebras venenosas. Pero no lo pude pensar, porque aun permanecen en mis oídos los gritos de hombres torturados, de mujeres violadas, de centenares de huérfanos que preguntan por qué, de miles de sepulturas esperando un cuerpo desaparecido. De hombres armados y uniformados que solo saben matar a otros hombres desarmados, ellos crearon las rejas de alambre y los barrotes de hierro.

Nunca vi su rostro y tampoco importaba, y si me preguntaran si era hermosa, solo respondería que todas las mujeres del mundo son hermosas, que no hay nada más bello que un rostro de mujer sonriendo.

Me pregunté que podía hacer, no podía hacer nada, se me ocurrió tratar de unirme con todas las mujeres y hombres del mundo, comprar todos los mapas de la tierra y borrar las fronteras, enseñárselas a los niños sin importar el color de la piel, sin necesidad de tener una patria, sin tener que hablar el mismo idioma, y eso traería como consecuencia la eliminación de los hombres uniformados, de los hombres con escapularios, y lo más importante el fin de las rejas de alambre y los barrotes de hierro que me hacen recordar y odiar.

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