Ahora que él miraba el mar, la mar oceana, posiblemente por vez postrera pues también se sentía enfermo y febril y respiraba con dificultad.
El mar inmenso cuajado de cambiantes mechones blancos de espuma bajo un cielo grisáceo, y al final la luz de un sol que amanecía y teñía todo de colores inmaculados.
Él mismo que había sido poeta y juglar y padre de familia antes de ver morir asfixiados a cada uno de sus hijos, asfixiados en un aire prometedor de las mejores dichas.
…Y sin embargo asomado a la balaustrada, respirando cada vez con mayor dificultad, contemplaba en un esfuerzo espiritual supremo lo que era el último vistazo, el último recuerdo que “ la raza humana” pudo tener del habitáculo, del hogar, de la barca que como la de Pedro surcaba el infinito horizonte del espacio profundo.
Lo que más le dolía de la despedida era el saber que sus ojos cansados y enrojecidos eran los últimos en contemplar semejante belleza.
¿Pero qué iba a ser de la tierra sin él, sin alguien capaz todavía de calibrar, de comprender, de valorar aquel mundo visible que ya nadie podría juzgar en su belleza singular?.
Rezó la última oración que conocía, que le enseñaron de niño.
Ángel de la Guarda
dulce compañía,
no me desampares
ni de noche, ni de día,
no me dejes solo
que me perdería.
En ese momento el último hombre sobre la tierra, al borde del acantilado, escuchó a su espalda un brioso batir de hélices. Era su Ángel de la Guarda, su Ángel Custodio, gigante, blanco, luminoso.
Agitando sus alas extendidas, enormes, cogió al hombre en pie en el acantilado por debajo de los brazos y elevándose majestuosamente, ascendió más allá del océano inmenso del planeta azul por excelencia, del lugar donde nació y esperaba morir.