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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan...”

En La Casona de San Rafael

  • Para Ángel Ortiz

Por Germán Ubillos Orsolich
lunes 05 de agosto de 2019, 21:52h

05AGO19 – MADRID.- Como mis editores, que son varios, unos sabiéndolo otro sin saberlo, son incapaces de darme una tregua para poder corregir y pasar al ordenador una nueva obra de teatro que me he escrito en catorce días, y juro que os quiero lectores tanto como a mis propios hijos, me veo obligado a escribir este artículo de urgencia para no teneros abandonados, bien a sabiendas que en esto de la literatura y de la escritura la última batalla tendré que darla después de muerto, darla y ganarla como aquel Cid Campeador que embutido en su coraza tuvo que volver a pelear contra los moros en Peñíscola, ya no sé si en la playa del castillo del Papa Luna o si eso fue en el cine y no en la realidad.

Con los años llegamos a mezclar todo, realidad y fantasía.

Pues bien, mi mujercita que vale oro, que tiene más moral que el Alcoyano y que a veces me recuerda el Real Madrid de Di S´tefano o el de Cristino Ronaldo ( que no el actual) se dispuso a rescatarme de mi cuasi inmovilidad y prorrogar mi vida o lo que es lo mismo mis veraneos, cargando no solamente con un servidor sino además con el “andador” o ”taca-taca”, la silla de ruedas, la banqueta para la ducha (ducharme sentado) y las maletas, maletines y las bolsas, claro. Todo ello en un Grand Tourisme así, en francés macarrónico que a Cela le encantaría.

Estaba dispuesta a que su anciano marido no sufriera los rigores del Cambio Climático, pues le oía decir que “no le gustaría vivir su propia trilogía”.

De esa guisa encaramos la Cuesta de las Perdices, y el Alto del León, que no de los Leones. Llegamos hasta San Rafael y una vez allí por una carretera casi subiendo en picado hasta la finca llamada de LA CASONA, finca y hotel y todo lo demás, con sus pinares, sus praderas, sus campos de tenis, sus plazoletas. Su restaurante, su cafetería y sus edificios separados unos de los otros unos 150 metros, albergaban todo ello a una altura cercana a los 1500 metros a los que habitaban el lugar durante todo el año, ellos que lo llamaban de las dos estaciones: la del tren y la del inverno. Pues allí no hay primaveras ni otoños, solo los tibios días de calor mortífero en los madriles, capaz de cocer y derretir a los madrileños y foráneos como langostinos.

Pues sí, amigos lectores, mis queridas lectoras, antes “muerta que sencilla”, que no he sentido ni un segundo de calor, ni una gota de sudor, mientras España se derretía en esa antesala del apocalipsis que más de uno nos tememos.

El lugar es insólito. Singular. Lo conforman varios edificios de apartamentos- habitaciones, con

Un amplio baño incluido y ducha de plato supermoderno indispensable para mí.

La grandiosidad del lugar, su magnificencia, incrustados materialmente en el monte alto, lleno de pinos, abetos, chopos, castaños, sauces y cipreses. Oyes el rumor del viento como si se tratase de la mar brava del Cantábrico, y el aroma y el sonido de la lluvia como algo incrustado en el alma desde el Neardenthal.

La sensación es de quasi - soledad, pues aunque estén, veraneantes están a larga distancia. He conocido a mujeres interesante, a hombres curiosos y singulares, a personal del hotel, camareros, recepcionistas, limpiadoras, a su director, todos verdaderamente encantadores, cercanos, competentes y serviciales, que se desvivían por nosotros. Las tres comidas que sin ser de gourmet servían más que perfectamente para cubrir nuestras necesidades de ocio contemplativo y de descanso después del año tan agobiante, si incluimos por supuesto a los políticos en el lote.

A mí no sé por qué me recordaba el conjunto algo o mucho a la extinta Unión Soviética, cuando de joven me la patee de punta a cabo, ates de la caída del muro de Berlín; faltaban entre las edificaciónes alguna o algunas estatuas enormes en bronce de Lenin o de Stalin.

Allí me han ido a ver mis amigos impagables, el editor y la escritora Alberto Martín Baró y Angelina Lamelas, respectivamente; el director escénico y actor Ángel Borge, la famosa autora teatral Carmen Resino, con su nuevo y encantador compañero.

Y es así que en ese ambiente tan extraño por original, singular y magnífico que me he traído a los madriles una nueva obra escrita entera de esas de hondo calado, que en el agobio de esta Villa y Corte hubiese sido incapaz de pergeñar y menos a mis 76 años.

La obra trata la vida de Viktor Frankl, el famoso psiquiatra de origen judío que fue deportado con otros miembros de su familia a los campos de concentración y exterminio de Auschwitz y Dachau, permaneciendo durante cuatro años al borde de la muerte en una constante tortura, y le sitúa en su despacho en Viena, en el año 1960, esto es quince después de terminada la contienda y liberados los escasos prisioneros que consiguieron sobrevivir.

Y le sitúo en un espacio escénico hermético como gustaba a Harold Pinter y me gusta a mi ( ver mi obra “La Tienda”) recibiendo precisamente a un joven paciente con una profunda depresión endógena.

En el dialogo que entabla el famoso psiquiatra, creador de la “Logoterapia” como arma curativa y el paciente, que se queja y lamenta de los atroces sufrimientos de una enfermedad que he llegado a conocer de primera mano, trata en sí la obra.

Como en “Crónica de una muerte anunciada” puedo decir que el final es feliz. Victor Frankl el medico consigue curar y liberar a su joven paciente de los atroces suplicios de la cárcel de su cerebro, lo que mi amigo Gironella llamaba “Los fantasmas de mi cerebro”.

Ahora cuento esto pasando y repasando precisamente el texto escrito en sus orígenes en un cuaderno de canutillo y con un bolígrafo Bic. Pido a los empresarios teatrales que no sean tan abandonados como mis queridos editores, y por el bien de España y su teatro arriesguen un poco y pongan en pie “El hombre en busca de sentido” según el libro de Viktor Frankl, en versión y adaptación escénica de Germán Ubillos.

Germán Ubillos Orsolich

Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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