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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

La muerte de mis médicos

Por Germán Ubillos Orsolich
lunes 01 de julio de 2019, 13:27h

30JUN19 – MADRID.- La muerte de mis médicos ha supuesto para mí siempre un disgusto casi tan grande como la muerte de mis padres. Ayer mismo sin ir más lejos me encontraba tan mal que murmuraba para terminar gritando: !”Qué venga un Marañón!”.

Recapitulemos. Hijo de empresario no sabían por qué pero apenas nacer comencé a llorar como un becerro. Mi pobre madre que estaba en Ezcaray de veraneo no sabía qué hacer conmigo. Al llegar a Madrid movieron Roma con Santiago para dar con un tal doctor Garrido Lestache quien dio con el origen de mis dolores: la dichosa espalda.

Inmediatamente mi padre - hombre abnegado y ejemplar - tuvo que remover medio mundo hasta encontrar al mejor especialista de la época que fue don Darío Fernández Iruegas, que yo le recuerdo como o un casi místico muy parecido al papa Pio XII, con nariz aguileña y gafitas redondas de montura metálica. Él gestionó aquel Calvario maravilloso de mi infancia tan mágica presidida por las dos grandes intervenciones quirúrgicas con Cloroformo en el antiguo Sanatorio del Rosario, hospital de ladrillos rojos en la calle Príncipe de Vergara del barrio de Salamanca.

Era la época en que Perico Chicote vendía y almacenaba la penicilina, en que L´Abra tenía las chicas de alterne más lujosas y afamadas de Madrid, y en la que Charlton Heston, Ava Gadner, Humprey Bogard y Orson Welles se disponían a venir a Madrid, y en la Gerald Brenan escribía “Al sur de Granada”.

Casi sin distinción otro ejército paralelo de galenos se disponía a pasar por casa como si del equipo del General Franco se tratara. Y no eran Jiménez Díaz pero sí muchos de sus colegas, desde el inolvidable Ángel Jaramillo de la calle Tamayo y Bauss cercana ya al Teatro Nacional María Guerrero, por eso de situar a este chico tan enfermo y tratarle lo más cerca posible de su teatro para que no coja refriados en invierno ni mucho calor en el verano. Jaramillo colega y a la vez discípulo de Gregorio Marañón, con su voz ronca iba con delectación liando sus cigarros de negra picadura mientras hablaba pausadamente con mi madre dándole el diagnóstico de su querido hijo primogénito.

¡ Ah Dios mío , qué recuerdos maravillosos de consultas inefables cuando me sentía verdaderamente importante, verdaderamente único y querido!

López Diéguez , el de cabecera del Escorial, de aquellos veraneos interminables cuando éramos señores con un ejército interminable de criadas que salían en las fotos en blanco y negro con sus cofias y uniformes detrás o delante de nosotros, y parecían primeros planos del filme “Sonrisas y Lágrimas”. Y don Piramidón como apodábamos al médico de cabecera en Madrid, escoltado por su lugar teniente el señor Rayo, practicante impagable y amigo que me asaeteó millones de veces con su sempiterna jeringuilla cargada de “Calcio y Cebión”, mientras su señor nos recetaba aceite de ricino.

Enseguida me fui haciendo mayorcito mientras iba haciéndose también el inquilino del Palacio de El Pardo; y desde el balcón principal del Hostal Amaya situado justo encima de “Chicote”, residencia de mi abuela María, veía pasar primero al General Franco en el Rolls Royce negro tan brillante junto a Evita Duarte de Perón y algo después al mismo dictador, como ahora le llaman junto al General Eisenhower.

Pues bien aparecieron Ager, el aristocrático otorrino de la calle de Serrano, y así abruptamente todo el listado de psiquiatras de los que me hice amigo o mejor sin entrar en detalles ellos de mí, para ser más exactos; empezando por Eduardo Varela de Seijas, de la calle Columela, encantador y ameno, propietario y director del Instituto de Ciencias Neurológicas y también siquiatra, que me contaba historias de sus hijas. Juan Antonio Vallejo Nájera, de bondad infinita que ganó el Planeta o estuvo a punto de ganarlo y murió de cáncer de páncreas en cosa de dos meses y del que conservo un precioso lienzo Naif. Juan Rof Carballo de robusta personalidad que escribía en “las terceras de ABC” y su preciosa consulta de la calle Ayala. María Eugenia Romano y sus test de Rorschach; Carlos Carbonnell gran e inolvidable consejero de enorme parecido con el presidente francés Valery Giscard Destaing al que debo casi lo que soy, con su sabia paciencia clínica en la deriva hacia la independencia y madurez que estaba padeciendo; el pintor y siquiatra José Enrique Otero Mestre.

¡Ah, se me olvidaba, el impagable traumatólogo al que las monjas de la Clínica San José donde él trabajaba adoraban, José Wangüemert. Sí, Pepe Wangüemert, “guardián de mi columna” cuyo fallecimiento me ha sumido en la más terrible desesperación.

Sin perder el ritmo hemos comenzado mi mujer y yo con los neurólogos, tema que ya conocía de años atrás, sobre todo su farmacopea; y si al Párkinson que vengo padeciendo se le une el “Síndrome de la Torre de Pisa”, que me inclina peligrosa mente hacia esa dirección con el riesgo de quedar más allá de Blas Piñar o caído en el suelo.

Pero lo que me ha terminado de matar, créame queridos lectores, es la nefasta y nefanda noticia recibida esta mañana de que el doctor Fernández Viñas se ha jubilado. Créanme que lo he sentido tanto como la muerte de mi padre. ¡Santiago Fernández Viñas, el famoso otorrino que me operó y extirpó por dos veces un colesteatoma de mi oído derecho, que de no haber sido así me hubiese enviado de forma prematura a nuestra tumba de la Almudena.

Qué malo es llegar a estas edades y quedarte sin tus médicos del alma; unos se mueren, otros se jubilan, y tú te vas quedando solo en un mundo siniestro, como aquel astronauta que se quedó perdido en el Planeta Rojo tras ser abandonado por su nave espacial que se vuelve a la tierra sin él durante una pavorosa tormenta de arena muy típica de Marte.

Germán Ubillos Orsolich

Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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