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Opinión:

Los museos en cuestión

Por Adolfo Vera (*)

viernes 07 de septiembre de 2018, 12:01h

07SEP18 – TOURS – FRANCIA.- Desde hace algún tiempo, los museos han estado en el centro de la discusión en el mundo entero, consecuencia de los ataques que desde diversos frentes han recibido, con mayor o menor intensidad, pero siempre refiriendo a un aspecto esencial de nuestra contemporaneidad: la crisis de un modelo de representación, el moderno-laico, en cuya constitución los museos han jugado un rol esencial.

En 2015 fueron los ataques iconoclastas a los Museos de Irak perpetrados por el Estado Islámico, y las imágenes que recorrieron el mundo entero de fanáticos que destruían esculturas y monumentos de una enorme importancia histórica y arqueológica (antes, en 2001, fueron las imágenes de los talibanes destruyendo las estatuas gigantes de Buda). El incendio que devastó hace algunos días al Museo Nacional de Río de Janeiro, y que implicó la destrucción de más de 20 millones de obras que significan una pérdida patrimonial incalculable para la humanidad, sumado a las polémicas surgidas en torno al Museo de la Memoria de Santiago (polémicas que lo han acompañado desde su creación) ponen en evidencia que se trata, con el Museo, de una institución que, surgida de una crisis –la del mundo de lo teológico-político- no puede sino estar ella misma en crisis.

En no menor medida, la utopía que funda al Museo –que como sabemos es una institución creada por la Revolución francesa y que tiene como antecedentes fundamentales los Salones del siglo XVIII y los Gabinetes de curiosidades en boga en las cortes europeas desde el Renacimiento- refiere a la posibilidad de reunir, en un espacio público y no dependiente del poder religioso, todo el acervo cultural de la humanidad que desde entonces será definido como “patrimonio”: objetos producidos por la cultura que en una sala son suspendidos para ser contemplados, como diría Kant, “desinteresadamente” (con la única finalidad de generar un “placer estético”). Como lo ha desarrollado extensamente el filósofo francés Jean-Louis Déotte en sus múltiples libros sobre el Museo, éste es un “aparato especial que disocia la obra de su destinación cultural, lanzándola a la historia del arte y a los riesgos sin límites de la exposición estética para un público siempre indeterminado” (Jean-Louis Déotte, « Le musée, c’est la laïcité en acte », Appareil [En ligne], Articles, mis en ligne le 08 juin 2015, consulté le 04 septembre 2018. URL : http://journals.openedition.org/appareil/2170 ; DOI : 10.4000/appareil.2170). Esta suspensión del destino originario de los objetos –ya sea como pertenecientes a colecciones privadas o como elementos de culto religioso por parte de comunidades específicas- implica que, cuando uno está en una sala de Museo, uno participa de una experiencia particularmente fantasmagórica, tal como muestra el bellísimo film de Alexandre Sokurov El arca rusa (sobre el Museo del Hermitage de San Petersburgo): figuras que se nos aparecen como fantasmas que vienen de otras épocas, voces que vienen a hablarnos en lenguas que no conocemos, imágenes de culturas que nunca hemos conocido y que frente a nosotros nos parecen cercanas, experiencias dolorosas que quisiéramos aprehender. Después del advenimiento de la fotografía, el Museo se transformaría en lo que Malraux llamó el “Museo imaginario”, es decir, uno cuyo acceso, consecuencia de la revolución visual que implican los libros de fotografías de obras de arte, ya no dependería necesariamente de los edificios que albergan a esos espectros.

Tal vez no haya una manera más apropiada de apreciar y cuidar a los museos –que no es otra cosa que apreciar y cuidar un modelo político, el democrático, que somete toda verdad a la discusión y al análisis- que la de cuestionarlos, criticarlos, desacralizarlos. Se trata de una institución que de “santa” no tiene nada: sabemos que la mayoría de las veces sus colecciones se fundan en el saqueo colonial, o en trofeos de guerra. No ha sido otra la manera en que los artistas modernos y contemporáneos se han relacionado con él, desde los salones de rechazados que organizaban los impresionistas hasta las performances contemporáneas que lo intervienen y tensionan, pasando por los bigotes y la grosería pintados en la imagen de la Gioconda por Marcel Duchamp. O de la banda de amigos corriendo por las salas del Louvre con los guardias detrás en el film de Godard (Banda aparte, 1966). Esta crítica no debería temer, por ejemplo (pensando en el Museo de la memoria de Santiago) asumir que todo museo es un “montaje”, una selección racional y afectiva de lo que se va mostrar y lo que no, lo mismo que una institución socavada por el olvido, contra el que lucha, pero que asume también. Igualmente habría que asumir el equívoco enorme que se crea al llamar a una institución de esa naturaleza “museo” y no “memorial”. Tampoco debería temerse a la historia y las exigencias de contextualización que ella implica. Si no se convertiría en una institución religiosa. Pero una cosa es ser críticos (y por qué no, sacrílegos) frente a él y otra muy distinta propiciar su destrucción, ya sea negándoles toda validez (no era otro el sentido de las estúpidas declaraciones de Mauricio Rojas respecto al Museo de la memoria) o dejándolos morir sin financiamiento, como ocurrió con el Museo Nacional de Río, el que ni siquiera tenía un sistema anti-incendio automático; u obligándolos (como ocurre con el Museo de Bellas Artes y con el Mac de Santiago) a servir de espacios para desfiles de moda, o de soportes publicitarios, para poder financiarse. Tal vez llegará un día en que se crearán “museos de museos”, porque habrán prácticamente desaparecido. Un “Museo de la democracia” tal vez sea el signo de esa catástrofe inminente.

(*) Adolfo Vera es Doctor en Filosofía y Profesor Universitario

Incendio del Museo Nacional de Río de Janeiro, Brasil
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Incendio del Museo Nacional de Río de Janeiro, Brasil
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